Kuunsej
La noche era cerrada sobre Nimaes. Las calles de la aldea estaban desiertas y las únicas luces que alumbraban la ocuridad eran las de la luna oculta tras oscuras nubes y la de las estrellas que la acompañaban.
Reyda esperaba acechando en un callejón, sin perder de vista el gran árbol situado en el centro de la plaza. Llevaba un grueso abrigo de piel de oso para protegerse del frÃo de la noche, y su larga cabellera negra estaba recogida en una trenza, para que no le impidiera ver en todo momento el árbol, asà como el camino que llegaba hasta él desde el sur.
– Tiene que venir – se repetÃa mentalmente a si misma – siempre viene en esta noche.
A pesar del abrigo, el viento golpeaba en su rostro, y tan solo esto era lo que la mantenÃa despierta. La excitación de los dÃas anteriores habÃa hecho que durmiera muy poco, y ello le estaba pasando factura en esta noche, precisamente la noche en la que querÃa permanecer despierta. Hoy se lo preguntarÃa.
Pero la noche transcurrÃa y no escuchaba los pasos del desconocido. Los segundos parecÃan horas y sus párpados cada vez se le hacÃan mas pesados. Cogió el pellejo con agua que colgaba de su cintura y tomo un breve trago, esto la despertó levemente, pero hizo poco por animarla, esta noche se le hacia eterna y él no llegaba, tantos años esperando y cuando finalmente se habÃa decidido el extraño no aparecÃa. Mil preguntas se arremolinaban en su cabeza.
¿Se habrÃa equivocado de noche?, estaba segura de que no era asÃ, quinto dÃa del segundo lukata de Grimlain, llevaba demasiado tiempo viéndole para equivocarse en algo tan estúpido, pero a pesar de la certeza, la duda seguÃa ahÃ.
¿Le habrÃa pasado algo?, podrÃa ser, al fin y al cabo no sabia nada de aquel hombre, podrÃa ser cualquier cosa. Quizás era un mercenario y habÃa caÃdo herido o muerto en alguna batalla. Tal vez habÃa sido atacado en algún camino, o era un espÃa o un asesino y habÃa sido hecho prisionero. Incluso podrÃa haber muerto de viejo, nunca le habÃa visto el rostro, quizás era un anciano y le habÃa llegado su hora.
Recordaba como si fuera ayer la primera vez que le vio, tan solo tenia siete años, pero aquella noche de hace doce años nunca seria capaz de olvidarla, la noche en la que murieron sus padres.
Llegaron con la niebla y la noche. Las figuras se movÃan con suavidad, como si sus piernas se deslizaran sobre el suelo sin siquiera tocarlo. Sus siluetas se iban haciendo mas nÃtidas según se adentraban en la aldea, grabando sus aterradoras formas en las retinas de aquellos que les contemplaban.
Reyda los habÃa seguido desde el bosque. Aterrada, pero a la vez extrañamente atraÃda por aquellas presencias. Contempló horrorizada como, uno a uno, caÃan ante aquellas criaturas los cuerpos sin vida de aquellos a los que conocÃa. QuerÃa gritar, decirles que huyeran, pero tan solo podÃa mirar paralizada. Las lagrimas brotaban de sus ojos, recorriendo su rostro con lentitud, hasta llegar a la comisura de sus labios, incapaces de proferir sonido alguno.
Fue entonces cuando apareció él. La niebla parecÃa arremolinarse y apartarse de su camino, como si se tratara de algo vivo. Su sola presencia hizo que un estremecimiento recorriera todo el cuerpo de Reyda, como advirtiéndole de que no mirase, pues lo que sucedió acto seguido fue la lucha mas extraña que presenciarÃa jamás.
Las criaturas abandonaron todo aquello que estaban haciendo, agrupándose para recibir al recién llegado. En aquel momento parecÃan extrañamente humanos, como si la sensación de temor que le habÃa paralizado hasta aquel momento, hubiera sido desterrada por una aun mayor procedente del extraño.
Las figuras parecÃan fusionarse con su rival con cada golpe, como si sus armas fueran extensiones inmateriales de sus propios cuerpos. El extraño esquivaba sus golpes con aparente facilidad, apartándose tan solo lo necesario para evitar los golpes, mientras su brazo deslizaba la espada que portaba de una manera feista, pero increÃblemente efectiva. No se parecÃa en nada a las luchas escenificadas por los artistas ambulantes que habÃa visto Reyda en la aldea. No habÃan alardes ni pasión en aquel hombre, tan solo frÃa eficacia.
Cuando el extraño hubo acabado con las criaturas, continuó su caminó hasta llegar al gran árbol que gobernaba la plaza central de la aldea y, una vez allÃ, se arrodillo ante él. Asà permaneció, inmóvil, durante lo que a Reyda se le hicieron eternos momentos hasta que, tras alzarse, abandonó la aldea igual que habÃa llegado hasta ella, perdiéndose en la lejanÃa.
A lo largo de los últimos doce años, aquel hombre habÃa repetido aquel ritual y, en todas aquellas ocasiones, Reyda habÃa sido testigo de ello, incapaz de acercarse a él.
El sonido de unos pasos devolvió a Reyda al momento en el que se encontraba, sacándola de los dolorosos recuerdos.
– No puede ser el extraño – se dijo – El nunca mete ruido.
Se asomó con cautela por las esquina, invadida por la curiosidad. Una figura familiar, portando una lámpara de aceite, que se balanceaba ante su rostro, lograba adivinarse en la oscuridad; era su tÃo Onsul.
Reyda volvió a retroceder tras la pared en la que estaba oculta. Desde que vivÃa con él y con su tÃa, rara vez le habÃa visto salir tan adentrada la noche. ¿Se habrÃan dado cuenta de que no estaba durmiendo en su habitación?. Aunque, también era cierto que ella no acostumbraba a estar levantada tan tarde.
Onsul se alejó con paso calmado de la puerta de la casa adentrándose en los campos que rodeaban a la aldea. En un principio Reyda no fue capaz de adivinar la dirección que habÃa tomado, pero enseguida situó el final de aquella caminata; las tierras mortuorias.
Según se alejaba, su figura corpulenta se iba convirtiendo tan solo en una sombra recortada contra la luna, hasta que, finalmente, se detuvo para arrodillarse ante el lugar en el que descansaban los restos de su hijo.
En todo el tiempo que habÃa vivido con ellos, nunca hablaban de él, asà como tampoco habÃa tenido una conversación sobre su padre con él. Lo cierto era que hablaba muy poco con sus tÃos. Eran buena gente, y los querÃa mucho, pero desde aquel fatÃdico dÃa, toda la gente del pueblo habÃa cambiado. Como si algo en el interior de cada uno de ellos hubiera muerto. Aquellas criaturas no habÃa acabado tan solo la gente, sino también con el futuro de la aldea, pues Reyda era la única persona joven que sobrevivió.
Hasta aquel momento, Reyda no se habÃa apercibido del dolor que acarreaban sus tÃos, teniendo que criar a una niña que no era suya, sin tener siquiera tiempo para llorar lo que habÃan perdido.
Viendo a su tÃo arrodillado ante aquella tierra yerma, Reyda se sintió mal. Quizás si ella no hubiera estado en el bosque aquella noche, las criaturas se la habrÃan tomado en lugar de su primo, quizás el dolor de aquel hombre que la habÃa criado fuera menor.
Apoyada contra la pared de madera tras la que se encontraba oculta, Reyda no se vio con fuerzas de mirar nuevamente, hasta que el sonido de las pisadas volvió a sonar, primero acercándose desde las tierras mortuorias, para volver a alejarse hasta perderse en dirección a su casa.
No supo cuanto tiempo habÃa transcurrido desde aquel momento pero, entonces, se vio invadida por una sensación ya conocida. Era él. Ya habÃa llegado.
Reyda trató de reunir fuerzas para incorporarse, pero sus piernas le fallaban. La melancolÃa y la tristeza habÃan sido sustituidas por el terror. El nudo que la atenazaba el estomago desapareció, ascendiendo hasta su garganta. Realizando un esfuerzo sobrehumano, logró asomarse a la esquina para contemplar su figura.
Se encontraba cubierto por la sombra del gran árbol, como si formara parte de ella. VestÃa un abrigo largo y ligero de color negro, que era mecido por el viento, junto a las alas de su sombrero.
– Acércate, si ese es tu deseo – dijo con una voz glacial. No miraba en su dirección, pero Reyda supo que era a ella a quien se dirigÃa – Nada debes temer de mi.
El viento se tornó aun mas gélido mientras las palabras eran pronunciadas. Reyda continuaba inmóvil, tratando de reunir las fuerzas necesarias para moverse, unas fuerzas que le habÃan fallado hasta aquel dÃa.
– Levántate – se dijo furiosa consigo misma – Se volverá a ir, y no habrás podido hablar con él.
Lentamente, comenzó a moverse. Sus articulaciones estaban adormecidas por el frÃo, el miedo y la inmovilidad, respondiendo con torpeza a las ordenes que les daba, miles de diminutas criaturas parecÃan tratar de pugnar por salir de su estomago, pero esta vez no les dejarÃa ganar.
TÃmidamente surgió del callejón, acercándose con cautela hasta el extraño. El viento parecÃa haber cesado, a pesar de que el frÃo continuaba incrustad en sus huesos. Lo único que era capaz de escuchar era el acelerado sonido de los latidos de su corazón, asà como su agitada respiración.
El extraño ni tan siquiera se giró. Continuaba inmóvil, encarado hacia el árbol, como quien realiza una acto religioso. Ni siquiera su largo abrigo parecÃa moverse. Todo el parecÃa una inerte estatua de oscuridad, que destacaba en la noche como un faro.
Reyda continuó caminando hasta situarse a la derecha del extraño, una vez allÃ, se detuvo y, reuniendo las fuerzas que le quedaban se giró para contemplar su rostro. Una cortina de negrura proyectada por su sombrero ocultaba sus ojos. Sus facciones frÃas y alargadas componÃan un mascara inexpresiva, aunque a través de ella se lograba adivinar un gran dolor.
– ¿Quien sois? – preguntó finalmente Reyda.
– Nadie cuyo nombre merezca ser conocido – respondió el extraño.
– ¿Por qué… – comenzó a preguntar Reyda.
– Se lo que buscas – la interrumpió el extraño – Buscas respuestas, una razón para los sucesos que acontecieron aquÃ, hace ya tanto tiempo. Buscas que te diga que la muerte de tus seres queridos, que todo el dolor que has sufrido, tiene un significado, un fin último. Buscas que te mienta.
La voz del extraño carecÃa de emoción alguna, pero Reyda supo que sus palabras eran ciertas. Lentamente, cerro los ojos, y apartó la mirada del rostro cubierto de sombras de aquel hombre.
– ¿Por qué vienes aquà cada año? – dijo mirando al suelo, tras unos instantes de tenso silencio.
– Vengo a visitar el lugar de reposo de dos viejos amigos – respondió el extraño.
– ¿Hay gente enterrada bajo este árbol? – preguntó incrédula Reyda.
– ¿Acaso no conoces la historia de este árbol? – preguntó el extraño.
– Siempre ha estado aquà – respondió Reyda – Ya estaba aquà antes de que la aldea fuera construida.
– Ya estaba aquà antes de que los ancestros de tus padres nacieran – dijo el extraño.
– ¿Qué tiene de especial este árbol? – preguntó Reyda.
– Su historia se remonta a los tiempos antiguos – comenzó a decir el extraño – Los tiempos en los que otros moraban estas tierras, y los dioses estaban olvidados. Cuando los hombres trabajaban la tierra, y los ailanu gobernaban desde los cielos.
– ¿Cuál es su historia? – preguntó finalmente Reyda – ¿Qué te ata a él?
– Se llamaba Senkaú – comenzó narrar el extraño – Todo comenzó con él.
Nació y se crió en una pequeña aldea, como podrÃa ser esta misma. A pesar de el tiempo que separa su historia de esta tuya, las cosas no eran muy distintas. Los jóvenes deseaban abandonar el campo, escuchando la llamada de la ciudad. Cambiar el adobe por el cristal, la piedra y el metal.
Senkaú era demasiado joven todavÃa para escuchar la llamada de la ciudad. El disfrutaba jugando con su perro, asà como con aquellos demasiado jóvenes para estar trabajando en los campos.
Pasaba hambre, pues la tierra no era generosa pero, a pesar de ello, creció sano y fuerte, allà donde sus amigos enfermaban él parecÃa inmune a todo mal. Se decÃa que estaba protegido por alguna fuerza superior y, en cierto modo, asà era.
Solo contaba con cinco años cuando lo vio por primera vez. A los ojos del joven Senkaú, aquel hombre se asemejaba a uno de aquellos dioses cuya existencia era negada por los ailanu. Su figura se le hacia irreal, asà como el paisaje que le rodeaba.
En aquel lugar, las plantas poseÃan colores vivos, como si alguien las hubiera extraÃdo de un cuadro, para plantarlas posteriormente en aquel lugar. Su belleza era casi etérea, como los recuerdos lejanos de aquello que soñaste y luchas por mantener en tu memoria.
A pesar de que no soplaba viento alguno en aquel lugar, todo parecÃa mecerse como si una suave brisa las acariciase.
Al contemplar a Senkaú, el hombre pareció agradablemente sorprendido, y al surgir una sonrisa de su rostro, el paisaje se ilumino aun mas.
– Buenas noches – dijo, a pesar de que el sol brillaba con fuerza en el cielo – Eres la primera visita que recibo desde que habito en este lugar – continuó mientras se alzaba, y comenzaba a caminar con serenidad hacia él – ¿Cuál es tu nombre?.
– Senkaú – respondió tÃmidamente el joven – ¿Dónde me encuentro?.
– Te encuentras en mi hogar – respondió el extraño – PermÃteme que me presente; Mi nombre es Athlán.
Sin ser consciente aún, Senkaú se encontraba en Tagerboh, la tierra de los sueños. Pocos eran los que son conscientes de su existencia allÃ, pocos son los capaces de prolongar su estancia allà por un tiempo indefinido.
Senkaú permaneció en el hogar de su nuevo amigo durante un año, y durante aquel tiempo no sintió nostalgia de su hogar o sus padres, pues de alguna manera sabÃa que ellos tampoco lo extrañarÃan. En cierta manera, estaba viviendo un sueño, siendo solo consciente de ello en una pequeña parte. Su persona allà evolucionó de modo proporcional, pero aquello tan solo habÃa el sueño de una única noche y, a pesar de que al despertar las experiencias vividas allà se le hacÃan muy reales, no representaron para el diferencia alguna con cualquier otro sueño.
Con el paso del tiempo, Senkaú volvió mas veces en sus sueños a aquel lugar y, cada noche, su estancia allà era mas duradera. Cada vez que volvÃa, conservaba mas conocimientos de los aprendidos allÃ, y aunque tan solo tenÃa ocho años, en sus sueños era ya un hombre de mas de treinta.
En aquel maravilloso lugar, Athlán le instruÃa en los misterios del misticismo. Le enseñaba a ver las cosas en su autentica forma, y como todas ellas estaban enlazadas a lugares lejanos, lugares a los que no se podÃa llegar por mucho que caminaras.
Le enseñó los idiomas que hablaban el fuego y la piedra, el aire y la oscuridad, asà como a viajar con su mente hasta el lugar del que procedÃan. Le mostró el alma de todas las criaturas vivas y como comunicarse con ellas.
Senkaú siempre fue un alumno atento y dispuesto. Era consciente de que Athlán no le enseñaba todo lo que realmente sabÃa, pero el jamás pidió saber mas de lo que su maestro estaba dispuesto a enseñarle, pues aquello implicarÃa ir a lugares tenebrosos que el hombre no deberÃa visitar. Lugares en los que Athlán habÃa estado, y que le habÃan dejado marcas imborrables, y recuerdos dolorosos imposibles de mantener encerrados.
AsÃ, el joven Senkaú maduró a una velocidad muy superior a de los demás jóvenes de la aldea, y mientras que los niños le ignoraban, algunos adultos le pedÃan consejo y ayuda, pues se habÃa mostrado capaz de aliviar el dolor de aquellos que sufrÃan, y de sanar a aquellos afligidos por males menores.
Pero todo cambió cuando su madre enfermó de gravedad, pues al mirar el mal que la afectaba, Senkaú contempló algo que jamás deberÃa ver un niño, pues sobre ella se cernÃa lo que a sus ojos parecÃa la muerte.
Aquella noche, Senkaú busco el consejo de su maestro, pero cuando el sueño le alcanzó, tan solo halló pesadillas en su búsqueda. Las pesadillas de su madre, pues tal era el dolor de esta, que aquellos mas cercanos a ella fueron participes de él.
Pero aquello era distinto para Senkaú, pues al contrario que para los demás, él era consciente de lo que sucedÃa, asà como lo era la criatura que afligÃa a su madre.
Aquel ser no era la muerta, sino alguien que se alimentaba del dolor y el miedo, un kurbun. A los ojos de Senkaú se apareció como un gran lobo negro de afilados colmillos, y mirada fiera en sus ojos, rojos como la sangre, pues aquello era lo mas temible que podÃa concebir su joven mente.
A su alrededor no habÃa nada. Ningún objeto con el que tratar de defenderse, ningún lugar en el que buscar cobijo.
La criatura se acercó a él con paso pausado, pues sabÃa que Senkaú era incapaz de moverse, y tras situar sus fauces junto a su cara, las abrió de par en par profiriendo un sonido que habrÃa hecho encogerse de terror al mas curtido de los soldados, un sonido proveniente de las mas profundas simas de Namak.
Senkaú despertó temblando. Todo su cuerpo estaba helado. Su mirada estaba vidriosa y su boca estaba completamente abierta, a pesar de que su garganta era incapaz de proferir sonido alguno. Durante minutos estuvo inmóvil, tratando de gritar, tratando de desahogarse, hasta que finalmente, cerro sus ojos, y de estos comenzaron a brotar lagrimas de ira y dolor, a las que acompañó un tenue quejido.
No fue capaz de ir a ver a su madre en dos dÃas, asà como tampoco fue capaz de conciliar el sueño en ese tiempo.
Finalmente, cuando reunió fuerzas para hacerlo, miró mas allá de las apariencias, y nuevamente vio a la criatura, contemplando las heridas invisibles que sus fauces le causaban al alma de su postrada madre.
Aquello era mas de lo que su débil y cansada mente podÃa soportar, y nuevamente huyó. Corrió hasta que sus fuerzas no dieron mas de sà y cayó desfallecido en los bosques que rodeaban la aldea.
Allà durmió por primera vez en dÃas, y aquel sueño le llevó de nuevo con Athlán.
– Ayúdame – le urgió desesperado el hombre que era en aquel lugar – ayúdame, por favor.
– Nada puedo hacer por ti – le respondió Athlán – No me pidas que regrese a ese mundo.
– ¿Porque? – preguntó, y en aquel momento, su forma volvió a ser la verdadera, la de un niño asustado – Tu podrÃas acabar con él. Lo se.
– El riesgo es demasiado alto – le respondió Athlán, mientras le abrazaba, y acercaba la cabeza del joven a su pecho – Ya perdà una vez todo lo que poseÃa en aquel lugar. No me pidas que renuncie a lo poco que tengo en este – habÃa tristeza y gran dolor en su voz.
– Nunca te he pedido nada – dijo Senkaú, mientras miraba con sus ojos inundados por las lagrimas a Athlán – Y nunca te volveré a pedir nada. Pero por favor, salva a mi madre.
– De acuerdo – dijo Athlán, tras un largo silencio – Iré.
Athlán apareció en el bosque, y contempló el cuerpo del dormido Senkaú. Le recordaba tanto al hijo que perdiera hacÃa ya tanto tiempo que no pudo evitar acariciar su cabello, y darle un beso de despedida en la frente, antes de partir hacia la aldea. HabÃa tenido mucho tiempo para estudiar y recapacitar sobre el pasado.
– Esta vez será distinto – se dijo para si mismo y, con paso seguro comenzó su camino.
Al llegar a la aldea, su presencia despertó el recelo, pues no era normal ver extraños de paso por aquellas tierras. Pero ignorando a los campesinos, se dirigió hacia la casa de Senkaú.
La cortina que cubrÃa el umbral de la puerta, hizo un suave sonido al ser descorrida, dejando a la vista de Athlán la vieja cama sobre la que estaba acostada una mujer cuya edad apenas rebasaba los veinte años, y a un hombre poco mayor que ella velando por el cuerpo de esta.
El hombre, al ver al extraño, hizo ademán de levantarse con expresión cansada y furiosa. Pero con un gesto de su mano, y un leve susurro, Athlán lo hizo dormir. No podÃa permitirse distracciones en la labor que se disponÃa a realizar.
– Hazte ver – dijo en una lengua que no debÃa ser escuchada por oÃdos humanos.
– Aquà estoy, oh Arcunsal – le respondió una voz inhumana.
– Asà que eres tú – dijo Athlán – El destino me da la oportunidad de enmendar viejos errores.
– Nada tiene que ver la tejedora con esto – le replicó la criatura – Yo he sido quien ha tejido este tapiz.
– Hoy se acabara todo – sentenció Athlán – Ya sea con mi muerte, o la tuya.
– No es tu muerte lo que busco – replicó nuevamente la criatura – Sino tu vida.
Senkaú despertó en el bosque. Pero el sueño no habÃa desvanecido el cansancio o el terror, sino que habÃa añadido a estos una sensación de intranquilidad y urgencia.
Algo terrible habÃa sucedido. Lo sabÃa.
Aún exhausto, corrió hacia la aldea. Su mente se veÃa asaltada por visiones de muerte y dolor. El único sonido que escuchaba eran sus pisadas y el latir acelerado de su corazón. El bosque parecÃa haber desaparecido, pasando a ser en un lugar sombrÃo. Tras cada árbol, imaginaba una sombra acechante, de ojos lobunos y fauces sedientas, a la espera de saltar sobre él. El cielo se torno rojizo, haciendo que su vista no fuera capaz de divisar colores que no fueran el negro o el carmesÃ.
El pánico trataba de apoderarse de él, pero continuó corriendo, aun temiendo que lo que encontrarÃa en su destino seria mas terrible que lo que pudiera sucederle en aquel lugar. Corrió desesperado, solo para que hallar confirmados aquellos temores al llegar a la aldea.
Sentado sobre la pila de cadáveres habÃa una persona. A pesar de que su aspecto era distinto al que habÃa conocido hasta aquel entonces, reconoció en aquella persona a Athlán. Pero no era solo su aspecto lo que se habÃa alterado, sino que también habÃa algo en su mirada y su obscena sonrisa que le dijo que el cambio iba mas allá.
A sus pies se encontraban los cuerpos sin vida de lo que habÃa sido hasta aquel momento su mundo. Restos destrozados de todo lo que conocÃa.
Sus rostros desencajados mostraban el dolor sufrido, y sus cuerpos habÃan sido forzados a adquirir poses antinaturales antes de que la vida los abandonara, pero ni siquiera la muerte parecÃa haber otorgado descanso a sus almas torturadas.
Deseó gritar, pero apenas quedaba aliento en su pecho. Deseó llorar, pero sus ojos ya no eran capaces de verter mas lagrimas. Deseó culpar a alguien, pero sabia que él habÃa sido el causante de todo.
Senkaú por momentos ansiaba que el odio se apoderase de su cuerpo, correr hacia él y causarle el mismo dolor que estaba sufriendo, tan solo para, a continuación, sentir una imperiosa necesidad de huir. Pero su mente continuaba dominada por el terror, y su cuerpo se negaba a moverse.
Los ojos de Athlán le tenÃan apresado, y no podÃa apartar su mirada de ellos. SabÃa que el serÃa el siguiente, y que cuando se cansara de alimentarse de su angustia, comenzarÃa el dolor fÃsico. SabÃa que vivirÃa hasta que su cuerpo, su mente y su alma hubieran experimentado todas las clases de sufrimiento concebibles por la inhumana mente de aquel ser.
Incluso el mismo tiempo parecÃa haberse detenido. Hasta que, repentinamente, los ojos de Athlán cambiaron, volviendo a ser los que Senkaú recordaba, y la sonrisa de su rostro se tornó en agitación, dolor y angustia.
– Lo siento – dijo, mientras una lagrima resbalaba por su mejilla.
Con un gesto, Athlán convocó un portal, y se introdujo en él, dejando a Senkaú solo.
Sus sentidos parecieron adormilarse, mientras trataba de aceptar lo que habÃa pasado. Pero el dolor y la culpa eran demasiado poderosos, y en el fondo de su ser se negaba a hacerlo. Solo le quedó el consuelo de gritar. Gritar para aliviar el dolor, gritar sin saber el porque, pues su mente destrozada se habÃa cerrado a la razón.
Los dÃas pasaron, pero Senkaú no se movió de aquel lugar. Su vida o su muerte carecÃan ya de sentido para él, al igual que todo lo que le rodeaba. La luz del sol daba paso a la oscuridad y el frÃo de la noche, pero nada parecÃa capaz de afectarle. Nada, hasta que una sombra distinta cubrió su figura.
Les llamaban Bakuren, destructores de almas. Sus vidas habÃan sido destruidas por los kurbun, o aquellos que los adoran, y su misión era la de perseguir y acabar con la existencia de los hijos de Baal. Su numero era escaso, y eran temidos, pues su presencia indicaba que una amenaza se cernÃa sobre aquel lugar.
El nombre al que respondÃa aquel hombre era el de Daival. Con sus enguantadas manos apoyadas sobre la parte delantera de la silla de montar, su rostro adusto contemplaba la pila de cuerpos sin mostrar sorpresa o compasión, pues muchas eran las escenas similares a aquella, que habÃa visto desde que tomara aquel camino.
VestÃa una pesada armadura que habÃa visto tantas batallas como el, cubierta con una larga capa negra, cuya capucha se encontraba bajada. En su cintura, portaba dos dagas largas, sujeta a la silla de montar, una enorme ballesta y, recorriendo el lomo de su montura, se encontraba una gran espada.
– ¿Deseas venganza?, ¿retribución? – dijo, sin siquiera girar su rostro para mirar a Senkaú.
En aquel momento, algo despertó en la mente del joven. El dolor no habÃa desaparecido, pero aquellas palabras hicieron surgir de nuevo deseos en él.
– Si – respondió – Venganza.
Durante quince años viajaron juntos, y jamás preguntó Daival el nombre al joven. Durante aquellos años se limito a llamarle “tú†o “muchachoâ€. Pero aquello no le importaba a Senkaú, pues su nombre habÃa muerto junto con su pasado. El pasado, al igual que los recuerdos, le causaba dolor y, para acabar con aquel dolor sabia lo que tenÃa que hacer. Todas las noches, cada vez que cerraba los ojos, se le aparecÃa el rostro de Athlán. El ultimo vestigio de su pasado, el causante de su dolor, aquel que caerÃa por su mano.
Jamás encontrarÃa Senkaú dos hombres mas distintos, aunque en el fondo iguales, que aquellos que fueran sus maestros. Allà donde Athlán fue atento y permisivo, Daival era rudo y estricto.
La felicidad era algo ajeno a aquel hombre. El odio y la venganza era lo que le hacÃa levantar cada mañana, lo que impulsaba su camino. Un odio camuflado como dedicación, y unas ansias de venganza justificadas como un derecho divino. Jamás lo verÃa sonreÃr, o disfrutar de la compañÃa de otro que no fuera Senkaú, jamás le verÃa como a un ser humano, sino como a un instrumento de muerte.
La gente los rehuÃa cuando llegaban a las aldeas, y la milicia los vigilaba de cerca en las grandes ciudades, pero todo aquello parecÃa no afectar a Daival.
De él, Senkaú aprendió a matar. Matar a aquello que no puede morir, matar sin remordimientos. Aprendió de las jerarquÃas de Namak, de las debilidades, el poder y las necesidades de su enemigo.
Daival era un hombre amargado, y tan solo la dedicación a en su cometido parecÃa darle un sentido a su vida. HabÃa tratado de borrar el pasado de su vida, aunque hubo momentos en los que Senkaú vio en sus ojos la misma mirada que percibiera por momentos en compañÃa de Athlán, una expresión que también verÃa en su mismo reflejo mas de una vez, la del dolor que provoca la pérdida. Tanto Athlán como Daival habÃan elegido huir del dolor, uno refugiándose en la falsa felicidad de un sueño, y el otro alejando de si cualquier emoción, diferenciándose cada dÃa menos de aquello contra lo que luchaba.
De la misma manera que apareció, un dÃa Daival se fue. No hubo despedida ni deseos de un futuro prospero.
– Adiós
Fue todo cuanto dijo, a lo que Senkaú respondió con un leve gesto de su cabeza, antes de que cada uno de ellos tomara caminos distintos. SabÃa que muy probablemente no se volverÃan a ver, y aquel pensamiento tampoco le apenaba. Su maestro le habÃa enseñado bien.
– Athlan – dijo para si en voz baja, mientras veÃa alejarse a Daival.
Ya era un Bakuren. Se engañaba a si mismo diciéndose que las emociones eran algo que habÃa dejado atrás, que estaba por encima del miedo, que ya nada podÃa hacerle aquel a quien buscaba pero, para ser alguien por encima de las emociones, sus motivaciones no podÃan ser mas contradictorias, ya era el odio el que guiaba sus pasos.
Su búsqueda se prolongó a lo largo de tres años, pero no desesperó, pues habÃa aprendido a no tener prisa. Durante aquel tiempo recorrió gran parte del mundo en pos de su perseguido, contemplando la estela de desolación que este habÃa dejado a su paso. Lugares como el que fuera su hogar, cuerpos inertes de niños como lo fuera él, o adultos como aquellos en los que se podrÃa haber convertido.
A todos ellos los miraba con la misma falsa frialdad, pero en todos ellos veÃa reflejado su rostro. La ira trataba de aflorar, pero era capaz de canalizarla en su camino, en lugar de dejar que esta le dominase.
Finalmente llegó el momento del enfrentamiento, y este fue largo y disputado. Con el tiempo, Senkaú habÃa ido alcanzando el poder que poseyera en el mundo de los sueños, pese a que desde la ultima vez que estuviera allà con Athlán, no hubiera vuelto a soñar. Pero ni siquiera aquello junto a su condición como uno de los Bakuren, parecÃa darle muchas posibilidades ante alguien de la talla de Athlán.
Los ojos de Athlán eran tal como los recordaba de su ultimo encuentro y, al igual que en aquella ocasión, trataron de buscar en la mente de Senkaú aquello que él mas temÃa, pero en esta ocasión su búsqueda fue en vano, Senkaú ya nada temÃa. Aquel momento era el objetivo para el cual se habÃa preparado, la culminación de su vida. Su existencia carecÃa de sentido mas allá de aquel combate. Su derrota habrÃa sido un alivio, pues pondrÃa fin al sufrimiento que habÃa sido su vida, y con la victoria liberarÃa al mundo de aquella criatura que él habÃa traÃdo, esperando con ello apaciguar su conciencia.
No hubo palabras entre ambos, ni preámbulos antes de la batalla. Cualquier relación pasada que hubieran tenido habÃa sido olvidada por ambas partes. Senkaú contemplaba a su antiguo maestro y amigo, de la misma manera que habÃa examinado a aquellos que habÃan caÃdo antes por su mano.
Ya no era un primerizo, y sus manos se habÃan manchado de sangre tantas veces que no era capaz de recordarlas todas. Acabar con las vidas de otros se habÃa convertido ya en una rutina. Con el paso de los años se habÃa convertido en un maestro tanto de la espada, como de las artes mÃsticas. Pero aquella ocasión era especial.
Las emociones pugnaban por salir. La ira y el odio trataban de tomas el control de sus acciones, pero sabÃa que permitir tal cosa serÃa un error fatal.
Athlán le sometÃa a una serie sistemática de ataques sin apenas dejarle pensar, pero Senkaú no se limitaba a defenderse, sino que devolvÃa las agresiones con la misma fiereza que su rival. El asalto tenia lugar en todos los ámbitos imaginables, mientras la velocidad y dureza de estos iba en aumento con cada nueva intentona.
Un aura de poder rodeaba ambas figuras inmóviles, mientras sus rostros reflejaban la intensidad del enfrentamiento. En sus ojos se podÃan contemplar sus cuerpos astrales, adoptando constantemente formas increÃbles, mientras combatÃan en mil y una dimensiones reales e imaginarias.
En aquellos lugares ya no eran ellos mismos, sino criaturas colosales de tiempos remotos, cuyos golpes devastaban lo que les rodeaba. Sus armas eran soles y estrellas que se arrojaban el uno al otro como si se tratara de guijarros.
Cuando aquellos parajes quedaban ya devastados por el conflicto, asumieron la forma de bestias mÃticas, y el combate se volvió fÃsico. Athlán tomó la apariencia de Fagarum, el gran lobo que devoró la luna en las leyendas de los Saultán, mientras que Senkaú se transformaba en Mayalkur, el hombre-monstruo alado de los mitos Quendou.
Asà combatieron por eran, colmillos contra garras, desgarrando sus formas incorpóreas, hasta que nada quedó de ellas.
La consciencia regresó a los ojos de los combatientes, dando comienzo entonces el duelo de arcanos. Ambos estaban exhaustos, pero ninguno deseaba dar descanso al otro.
La noche sobrevino antinaturalmente sobre aquel lugar, cuando los adversarios comenzaron a ordenar a los elementos. Una repentina tormenta arreció sobre ellos, mientras ambos trataban de dominar la furia del viento y el agua a su favor.
Los rayos eran dirigidos contra ambos, pero se veÃan detenidos por sus auras antes de que pudieran impactar sobre ellos. Al mismo tiempo, pequeñas grietas aparecÃan alrededor de ambos, abiertas entre los mundos por uno, y cerradas por otro, tratando de dejar paso a la llegada del fuego desde un lugar en el que es algo vivo.
Sus manos realizaban gestos precisos, mientras poderosas y antiguas palabras eran pronunciadas por sus gargantas.
Finalmente, Athlán invocó la fuerza de Namak, la misma esencia de la destrucción, reuniendo en un último y devastador ataque los vestigios finales de su poder, obligando con ello a Senkaú a reunir los fragmentos restantes de sus energÃas para evitar caer fulminado ante aquel ataque.
Sus auras menguaron hasta ser imperceptibles, habÃan agotado todos lo medios a su disposición para acabar el uno con el otro, dejando a su alrededor una devastación de la que aquel lugar jamás se repondrÃa.
Agotado, al borde del desfallecimiento, Senkaú desenvainó su espada, y lanzando un grito nacido de lo mas profundo de su ser, se lanzo hacia Athlán. Ya nada quedaba del hombre, pues en aquel momento la ira era lo que guiaba su cuerpo.
Repentinamente, la expresión de Athlán cambió, siendo sustituida su frialdad por la agitación de una temible lucha interna.
Senkaú incrusto su espada en el pecho de su rival sin que este opusiera resistencia alguna.
No hubieron palabras ni gritos de dolor. Athlán se limito a sonreÃr. SonreÃr como aquel que encuentra el descanso que creyó imposible tras una vida de torturas, una sonrisa que no asomarÃa al rostro de Senkaú, pues solo en aquel momento comprendió la situación de su maestro en su totalidad.
Athlán debÃa morir por su mano, pues de hacerlo por algún otro medio, su cuerpo habrÃa muerto, dejando de nuevo libre a la criatura que le habÃa poseÃdo. Libre para destruir a otros como Athlán.
Senkaú era un Bakuren, un destructor de almas. Aquel que perecÃa por su mano, no solo perdÃa su vida, sino que también le era negada una vida mas allá de esta.
Athlán habÃa esperado, reuniendo fuerzas para tomar brevemente el control de su cuerpo en aquel momento, el momento en el que su alma seria destruida junto a la de su odiado captor.
Con su ultima mirada, Athlán, aquel a quien Senkaú conociera en el mundo de los sueños, le entregó no solo su vida, sino también su memoria, asà como el agradecimiento por haber sido él quien finalizara con su tormento.
– Se acabo – se dijo Senkaú – por fin todo ha terminado.
Durante toda su vida adulta habÃa perseguido un único objetivo. Pero el haberlo logrado dejó un gran vació en su interior. Nunca se habÃa planteado un mañana mas allá de aquel dÃa. Se habÃa convertido en un ser solitario y huraño, lleno de resentimiento, a quien le desagradaba la compañÃa de la gente.
Durante meses vagó perdido, aturdido aun por su nueva situación. El odio habÃa desaparecido, aunque el dolor, a pesar de haber sido atenuado, permanecÃa en su interior. Poco a poco su mente se fue acostumbrando a su nueva vida. La búsqueda habÃa cesado, y no deseaba continuar con su labor como Bakuren.
Pero habÃa costumbres difÃciles de perder, y continuó vagando, pues no se sentÃa cómodo permaneciendo mas de unos pocos dÃas en el mismo lugar. Escudriñaba bajo la apariencia de la gente, buscando secretos oscuros y mentiras veladas. Ya no confiaba en la gente, y esta le temÃa y evitaba pues, a pesar de no desearlo, continuaba siendo uno de los destructores de almas.
De esta manera, su vagar le llevó hasta la pequeña ciudad de Safal. Sus habitantes la llamaban asÃ, ciudad, pero el resto del mundo decÃa que era un pueblo con Ãnfulas de grandeza. A pesar de no se encontrarse cerca de ninguna ruta comercial transitada, no era extraño que llegaran visitantes, pues se decÃa que quien descansaba en su posada de mas renombre, Tágalum, al abandonarla habÃa sido liberado de casi cualquiera de sus dolencias.
A raÃz de aquello, la aldea habÃa ido creciendo, y el negocio mas floreciente era el de las posadas de hospedaje para aquellos que esperaban plaza en el Tágalum.
Senkaú llegó hasta aquel lugar por mera casualidad. Su desconfianza le habÃa mantenido alejado de falsos paraÃsos como aquel pues, muchos eran los lugares que se decÃa que poseÃan capacidades purificadoras, y muchos los que habÃan sido los engañados por tales cuentos.
Llegó hasta allà bien entrada la noche. Las luces de la ciudad apenas iluminaban la amplia calle central, dejando amplias zonas sumidas en la penumbra. Las calles, casi desiertas a aquellas horas, estaban pobladas tan solo por las patrullas de la milicia, asà como por algún que otro pobre hombre que se habÃa arruinado buscando la prometida curación de aquel lugar.
De las sombras de una callejuela, surgió una figura femenina. Paseaba vestida con unas ropas ligeras, que se movÃan, al igual que su largo cabello negro, por los vientos nocturnos. Caminaba con tranquilidad, como si el frÃo no la afectara. Al pasar junto a Senkaú, giró su cabeza hacia él, y una sonrisa serena iluminó su pálido rostro a modo de saludo. No se detuvo ni aminoro su paso, sino que continuó caminando hasta desaparecer de nuevo en las sombras de otro callejón.
Apenas llego a ver su rostro unos segundos, pero este permaneció en su mente durante todo el dÃa siguiente, aquello era algo completamente nuevo para él. Algo habÃa despertado en su interior, algo que jamás habÃa sentido.
Aquella noche salió a pasear y, se notó ansioso, nervioso ante la posibilidad de que aquella mujer volviera a cruzarse en su camino. Se decÃa a si mismo, y era cierto, que el cobijo de la noche era de su agrado, que el sueño hacia ya mucho tiempo que no le proporcionaba descanso. Pero aquella noche no paseaba para evitar el sueño, aquella noche, por primera vez en mucho tiempo, habÃa un deseo en él, un deseo distinto a la venganza.
La noche era frÃa, al igual que la anterior. El viento golpeaba el curtido rostro de Senkaú, pero él parecÃa ajeno a todo aquello distinto de su nueva misión.
– ¿Por qué hago esto? – se preguntó – Ni se quien es esa mujer.
Su mente elucubraba las mas disparatadas teorÃas. ¿EstarÃa bajo el influjo de algún hechizo?¿que diferenciaba a aquella mujer de las cualquier otra que hubiera visto con antelación?. Durante su preparación junto a Daival, este le habÃa hablado de las Karesh, una de las castas de los kurbun, capaces con su sola presencia de dominar a cualquier criatura, ¿SerÃa una de ellas?.
Agitó su cabeza para deshacerse de aquellos pensamientos y continuó caminando. Nuevamente los hábitos adquiridos trataban de dominar sus acciones, pero solo pensar en el rostro de aquella mujer hacÃa que los pensamientos se le aclarasen. Nada malo podÃa surgir de un ser capaz de sonreÃr de aquella manera.
– Veo que os gusta caminar en la noche – le dijo una voz femenina, sacándolo de sus elucubraciones.
Senkaú alzó el rostro, para contemplar la visión que habÃa estado esperando ver durante todo el dÃa. Ella estaba allÃ, delante de él, sonriéndole como solo los dioses deberÃan ser capaces de hacer.
– Nos cruzamos ayer cerca de aquà – su voz sonaba como la obra maestra de un artesano siendo tocada por un virtuoso.
– Asà es, lo recuerdo – fue toco cuanto fue capaz de articular Senkaú.
– No sois de por aquÃ, ¿verdad? – preguntó ella.
– No – respondió un dubitativo Senkaú.
– Pues si mañana continuáis en la ciudad, quizás no veamos – finalizó ella y, sin dejar de sonreÃr, continuó su camino.
Durante las siguientes noches, se repitieron los encuentros fingidamente fortuitos por ambas partes, alargándose con cada nueva reunión las conversaciones. AsÃ, escasas noches después de su primer encuentro, Senkaú supo finalmente que su interlocutora no era otra que la Dama Talashi, la propietaria del Tágalum.
Al dÃa siguiente visitó por primera vez aquel lugar. El salón principal poseÃa grandes ventanales acristalados con vidrieras de variados y vivos colores. Cada una de estas cristaleras contaba una historia. Aquellas que iluminaban la barra, narraba gestas heroicas en las que se podÃan ver a guerreros mÃticos combatiendo contra criaturas venidas de simas insondables, mientras que las situadas en los reservados mostraban retratos de rostros y figuras hermosas rodeadas por bajorrelieves de joyas imposibles formadas a partir de la unión de flores y piedras preciosas.
La luz teñida de color procedente de los ventanales, iluminaba la gran alfombra situada en el centro de la sala, y era absorbida por la piedra del suelo en las zonas en las que no estaba cubiertas. Toda la sala era una enorme mosaico fabricado en un mineral de color negro con vetas carmesÃ, tanto el suelo, como las paredes interiores del edificio, recubiertas en gran medida por hermosos tapices, y la base de la barra, coronada esta por una robusta encimera de mármol negro.
En el fondo, a la derecha de la barra, se encontraba una amplia escalera que subÃa hacia las habitaciones. Todo su recorrido central estaba vestido por una hermosa alfombra, que se descendÃa hasta unirse a aquella que presidÃa la sala.
En el interior, personas de todos los estratos sociales compartÃan mesa o bebida, mientras conversaban animadamente sobre los asuntos mas dispares.
Senkaú jamás habÃa estado en un lugar como aquel, tan repleto de lujo y, por un momento dudó antes de entrar, pues se sentÃa fuera de lugar ante tanta belleza. Le desagradaba la sensación de verse rodeado por tanta gente, su único deseo era estar con la mujer que con su sola presencia eclipsaba cualquiera de las maravillas de las que estaba rodeada.
Talashi descendÃa por las escaleras cuando lo vio. Su vestimenta nada tenÃa que ver aquellas que la arropaban cuando se habÃa encontrado con Senkaú, pues en aquel lugar vestÃa ropas ostentosas de recargado diseño, y colores que parecÃan fundirse con el mosaico del suelo y paredes, mientras que su rostro se veÃa oculto bajo un intrincado dibujo de hipnóticas lÃneas que acentuaban la deliciosa simetrÃa de su rostro.
Su caminar sobrio y acompasado, se hizo mas rápido, aunque sin perder un ápice de su elegancia cuando sus miradas se cruzaron, mientras emergÃa en sus rostro aquella sonrisa que Senkaú conocÃa tan bien.
– ¿Que es lo que os trae hasta esta humilde casa? – preguntó tras llega hasta él.
– He oÃdo que no puedes abandonar esta ciudad sin haber visitado este establecimiento – respondió él.
– ¿Acaso partÃs? – preguntó de nuevo, mientras la sonrisa se desvanecÃa de su rostro.
– Partiré en breve – respondió él – No hay mucho trabajo aquà para alguien como yo.
– Podéis trabajar aquà – dijo ella – Creo que podrÃa convencer al propietario.
– Mucho me temo que el trato con la gente no se encuentra entre mis capacidades – respondió él.
– Podéis ocuparos de las monturas – dijo ella, con una suplica en su mirada y una sonrisa forzada en su rostro – Es muy probable que tengan una conversación mas interesante que la de sus dueños.
– ¿Me habrÃais ofrecido este trabajo, si no os hubiera dicho mis intenciones? – preguntó Senkaú.
– Sabéis que no – respondió ella secamente.
– En ese caso – continuó Senkaú – No me queda mas remedio que aceptar vuestra oferta.
El trabajo era duro, pero no le desagradaba, ya que desde que abandonara el camino de las armas, se habÃa visto obligado a ganarse la vida en labores mucho mas desagradables que aquella.
Algunos dÃas, la dama Talashi le acompañaba mientras comÃa en los establos y, al anochecer, cuanto todo el mundo se habÃa acostado, salÃan a pasear por la ciudad los dos solos. Caminaban durante horas sin otra ocupación que no fuera el conversar, y Senkaú jamás conocerÃa mayor felicidad que aquella.
Ambos guardaban secretos, y eran conscientes de ellos, recuerdos de sus pasados que no les habÃan marcado, que no deseaban rememorar El pasado se hacÃa muy lejano, asà como el dolor.
Los dÃas transcurrÃan placidamente, y aquella amistad se fue tornando en lo que ambos deseaban. Las noches en vela ya no eran una carga para Senkaú, pues las llenaba contemplando el rostro de Talashi tendida a su lado, y el amanecer siempre llegaba hasta su habitación antes de que el sol se alzara, cuando sus miradas se cruzaban al abrir ella sus ojos.
– DesearÃa que esto durase eternamente – dijo Senkaú una noche.
– Si ese es tu deseo – le respondió ella – yo puedo concedértelo.
Una sonrisa asomó en el rostro de Senkaú, mientras su cabeza descendÃa para besar a Talashi. Ella poso su mano suavemente sobre su pecho mientras respondÃa a su afecto. Estaba frÃa, como siempre, al igual que sus labios, pero en aquella ocasión habÃa algo extraño en su tacto, pues era un frÃo que parecÃa congelarle el alma. Un violento espasmo sacudió su cuerpo mientras todo su ser era recorrido por un dolor tan agudo que le hizo perder la consciencia.
Senkaú recobró el conocimiento sintiéndose extraño. A pesar de encontrarse desnudo no sentÃa frÃo, como tampoco sentÃa el roce de las sabanas sobre su piel. Miró a su alrededor, no habÃa luz a su alrededor, y las contraventanas estaban cerradas, pero, a pesar de ello, podÃa percibir todos los detalles de lo que le rodeaba. La habitación era la misma en la que se habÃa desvanecido, pero habÃa algo distinto, no estaba ella.
Saltó de la cama, sin sentir el tacto del suelo en sus pies, asimismo, se sentÃa mas ligero, casi como si flotara. A su alrededor, escuchaba voces provenientes de las esquinas sombrÃas, voces de lugares en los que no habÃa nadie.
La ira le invadió, impidiéndole pensar con claridad. HabÃa vuelto a suceder, habÃa confiado en alguien, y de nuevo le habÃan traicionado.
Como poseÃdo, rebuscó entre sus cosas hasta encontrar el atillo en el que habÃa envuelto su espada hacÃa ya tanto tiempo y, con ella en la mano, salio a la calle.
Ella estaba allÃ, paseando nerviosamente en el lugar en el que se conocieron. Su rostro mostraba dudas y preocupación, pero aquello no le importaba a Senkaú, tenÃa que pagar por su traición.
Talashi lo vio acercarse, y comenzó a hablarle, pero la ira nublaba los sentidos de Senkaú, y nada de lo que hubiera podido decir habrÃa detenido su mano. Sin vacilación en su rostro o en su mano, hundió su espada en el pecho de Talashi.
– Solo quise compartir la eternidad contigo – fueron sus ultimas palabras entrecortadas, mientras las lagrimas resbalaban por su rostro.
La cordura regresó a Senkaú en aquel momento, a tiempo para escuchar las palabras de su amada, y saber que estas eran sinceras.
Extrajo la espada de su vaina sin vida, mientras trataba inútilmente de cerrar la herida. El era un Bakuren, aquel que morÃa por su mano jamás podrÃa volver. Con aquel acto se habÃa negado a si mismo la posibilidad de que sus almas pudieran volver a unirse en otra vida o en el mas allá.
Senkaú permaneció allÃ, abrazado a su cuerpo inerte durante horas hasta que llegaron las primeras luces del amanecer y, con ellas, un nuevo dolor.
Talashi era una Yunraêh, un humano tocado por los jonudi, los señores de la oscuridad. Le habÃa sido robada una parte de su alma, concediéndole la inmortalidad, pero asimismo la necesidad de llenar aquel hueco con las almas de otros seres vivos. Pero ella habÃa elegido no quitar vidas, sino convertir aquella maldición en un don, pues se alimentaba de las partes heridas de las almas de otros, trayéndoles con ello alivio.
Ella habÃa compartido con Senkaú aquel don, pero compartiendo también con ello su maldición, pues cualquier luz les provocaba dolor.
PodrÃan haber vivido juntos durante toda la eternidad. Senkaú tendrÃa toda la eternidad para lamentar aquel crimen que habÃa cometido.
La idea de una vida sin ella era mas de lo que podÃa soportar su mente, por lo que se quedo allÃ, inmóvil, esperando que la luz del sol en todo su fulgor acabara con su existencia. Pero la luz tan solo le trajo mas dolor y no el descanso que ansiaba.
Como uno de los Bakuren, habÃa servido y abandonado a Yago, y los dioses no olvidan a aquellos que los ofenden, por ello aquel hombre maldito quedo condenado a no encontrar el descanso en la muerte.
– Talashi murió en este mismo lugar, el lugar en el que la conociera Senkaú, el lugar en el que mucho tiempo después crecerÃa este árbol – finalizó el extraño.
– ¿Y que fue de ti?, Senkaú – pregunto Reyda
– Senkaú murió junto a Talashi – respondió el extraño – Mi nombre es Kuunsej, mi nombre es dolor, pues ese es mi legado y mi condena. Mis vÃctimas me llaman verdugo, y sus familias, asesino. Morir es mi deseo, y vivir mi tortura.
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