Luara
– No te vayas todavÃa – dijo Laconish, mientras contemplaba como su esposa se vestÃa. Nunca se cansaba de mirarla.
La luz de las antorchas del exterior, apenas lograba ser contenida por las contra ventanas. Esto, junto a los cientos de pequeños haces que se filtraba por las múltiples grietas que recorrÃan las paredes, iluminaba fragmentos de la esbelta figura de Luara, mientras esta dejaba caer el tabardo sobre su cuerpo, ocultando bajo él las cicatrices que recorrÃan su espalda.
– Debo partir ya – le respondió Luara – Apenas queda tiempo para que comience mi turno en las murallas.
– La ciudad no caerá porque te retrases – se burló Laconish.
– Bastante me hacÃan la vida imposible antes de la matanza, por el simple hecho de ser mujer, como para darles razones adicionales – se defendió Luara – Además … Sabes que tampoco podrÃa descansar.
– Lo se, lo se – se disculpó Laconish, mientras se acercaba a su esposa – Pero no puedo evitar pensar lo peor.
– ¿Han vuelto los sueños? – preguntó Luara sin poder evitar que la preocupación asomara a su rostro.
– Nunca me abandonan – le respondió Laconish mientras la abrazaba y besaba con delicadeza su frente – Pero ve, yo también tengo mucho que hacer. Quizás esta noche descubra algo en los libros.
Luara terminó de apretar las ultimas correas de su armadura, y se dirigió hacia su puesto de guardia. La temperatura en la calle era gélida y, pese a la gruesa capa y el acolchado bajo su armadura, el frÃo lograba colarse hasta sus mismos huesos.
Las calles por las que pasaba se encontraban desiertas de gente y abarrotadas por la suciedad y el hedor que de esta se desprendÃa. Del interior de las casas no surgÃan luz o sonido alguno. La proximidad de la batalla parecÃa haber acabado con la vida en la ciudad antes siquiera de que hubiese comenzado la lucha. El miedo y el cansancio eran patentes en los demacrados rostros de sus compañeros.
En el firmamento, las estrellas se apagaban una detrás de otra, dando alas con ello a los agoreros que predicaban sobre el vinculo que unÃa estas a la vida humana, aquellos que afirmaban que cada vez que una estrella morÃa, a esta le seguÃa el hombre o mujer al que estaba ligado. Incluso los habÃa que afirmaban haber llegado a contemplar a la misma tejedora, cortando los finos hilos que unÃan a ambos.
Pero Luara no oteaba las alturas para ver como las estrellas desaparecÃan, sino buscando al enemigo. Escudriñaba los cielos con inquietud a la espera del ataque.
Dos dÃas atrás, una de aquellas criaturas habÃa descendido del firmamento segando con su sola presencia la vida de aquellos que la acompañaban. Solo ella habÃa quedado con vida, y eso la habÃa marcado antes sus compañeros como alguien maldito.
No sabÃa porque solo ella habÃa quedado viva, pero aquella escena se repetÃa todas las noches en sus sueños, despertándola al contemplar de nuevo los ojos inhumanos de aquel ser informe.
Al igual que a lo largo de las ultimas noches, Luara estaba sola en su puesto. Los milicianos que habÃan asignado para suplir a los compañeros que habÃa perdido, se encontraban en el extremo opuesto al suyo, pero la distancia que los separaba, no era suficiente como para evitar que los cuchicheos llegasen hasta sus oÃdos sin dificultad.
Pero aquello no le importaba, ya que, llegado el momento, sabÃa que tampoco podrÃa contar con ellos. Al menos de aquella manera sabÃa a que atenerse, sabÃa que no podÃa confiar en ninguno de ellos.
– Tienen miedo – dijo una voz desconocida.
– Tampoco les culpo – respondió Luara, mientras se volvÃa hacia el recién llegado.
– ¿Os molestarÃa si me siento junto a vos? – preguntó el extraño.
– La compañÃa será bienvenida – respondió.
El extraño se sentó sobre su capa, y apoyó su espada contra la muralla con gesto de cansancio. A pesar de que parecÃa alguien curtido, no portaba armadura alguna, o sÃmbolos que lo pudiesen identificar como soldado, o miembro de algún otro gremio militar. Su expresión era gentil a la vez que triste, y su compañÃa hizo que Luara se sintiera extrañamente mas tranquila.
– No sois de la ciudad – dijo Luara mientras escudriñaba a aquel hombre buscando algún indicio de su procedencia.
– Asà es – respondió el extraño – PodrÃa decir que no pertenezco a ningún lugar en concreto.
– ¿Os habéis unido a la milicia?
– No.
– Entonces a que habéis venido. Este no es un buen momento ni lugar para estar ahora mismo.
– Estoy aquà y ahora, porque son el lugar y el momento en los que debo estar.
– ¿Si os pregunto vuestro nombre, seréis tan esquivo?.
– No pretendÃa ser descortés – se disculpó el extraño – Mi nombre es Dayon.
– Curioso nombre – dijo Luara – No me extraña que os cueste decirlo ¿No habéis pensado en cambiarlo?.
– Veo que sois una persona con conocimientos de historia antigua. Y vos debéis ser Luara “la malditaâ€.
– Vaya – se sorprendió Luara – Al parecer mi reputación me precede. Si estáis aquà sabiendo quien soy, asumiré que no sois un hombre supersticioso.
– Se podrÃa decir que siento una cierta afinidad por los llamados “malditosâ€.
– ¿Acaso lo estáis vos?. – preguntó Luara con una sonrisa socarrona en sus labios.
– También sois una mujer directa – le respondió Dayon – Ciertamente sois una persona atÃpica.
– No me habéis respondido – le inquirió de nuevo Luara.
– Lo se – respondió Dayon, mirándola fijamente a los ojos – Soy tan consciente de ello, como de que ya conocéis cual es la respuesta.
Los ojos de aquel hombre dejaban traslucir lo que sus palabras solo sugerÃan. HabÃa en ellos algo intemporal, muestras de los lugares en los que habÃa estado, asà como del inmenso poder oculto y encerrado en su interior.
Por unos segundos, Luara se sintió flotando en los abismos insondables de dimensiones lejanas. En su mente se arremolinaron los extraños paisajes que habÃan contemplado los ojos de Dayon a lo largo de su vagar durante incontables siglos.
– ¿Que haces aquÃ? – preguntó Luara aún aturdida por la experiencia, mientras echaba mano al pomo de su espada – ¿Porque has venido?, portador de catástrofes.
– ¿Porque haces preguntas cuyas respuestas ya conoces?.
– ¿Que te ha hecho esta ciudad?, ¿que te hemos hecho nosotros, para que hayas traÃdo la destrucción hasta aquÃ?.
– Al parecer tus conocimientos no son tan completos como creÃa.
– ExplÃcate.
– Yo no acarreo desgracias – comenzó a decir Dayon, mientras su expresión se hacÃa mas triste y sombrÃa – sino que estoy allà donde estas se producen para tratar de evitarlas. Mi maldición es el conocimiento y la imposibilidad de cambiar nada.
– ¿Quiere eso decir que estamos condenados? – preguntó Luara invadida por la indignación – ¿que no importa que presentemos o no batalla?. Me niego a creer tal cosa.
– No me pidas que te hable de tu futuro – le advirtió Dayon – Pues ese es el mas terrible de los conocimientos. Aquel que conoce lo que acaecerá, esta ligado por ello. Obligado a tratar de evitarlo, y en su intento, condenado a ser el causante.
– ¿Pretendes decirme que antes de actuar, sabes que fracasaras?
– Asà es.
– Entonces, ¿porque intervienes?.
– Porque tengo grandes errores que expiar. Porque la alternativa es aún peor. Porque veo a cientos, a miles morir ante mis ojos y se que soy el causante de tanto dolor, pero también se que, de no estar ahÃ, muchos mas perecerÃan.
La expresión en el rostro de Dayon le decÃa a Luara que aquellas palabras eran ciertas. Aquel ser habÃa vivido y padecido sufrimientos mas allá de lo que ella fuera capaz de imaginar. La desconfianza dio paso a la compasión, y el miedo a una extraña admiración. No se sentÃa capaz de odiar a alguien que habÃa vivido tantas penurias, cualesquiera que fuesen los crÃmenes que hubiese cometido en el pasado.
El hombre sentado delante de ella, en nada se parecÃa a la criatura que mentaban los textos que le habÃa narrado Laconish. Ante ella solo habÃa un hombre con una pesada carga sobre sus hombros. Un hombre agotado por una lucha de la cual sabÃa que jamas saldrÃa victorioso.
Los minutos transcurrÃan con una lentitud agobiante, mientras el silencio inundaba aquel lugar. Incluso los cuchicheos de los demás guardias parecÃan haber cesado.
La tristeza de Dayon parecÃa impregnar también a Luara. Apenas acababa de conocer a aquel hombre, pero sentÃa un extraño vinculo hacia él. Como si algo en su interior le dijera que ya se conocÃan, por mas que su mente le confirmara que tal cosa no era cierta.
– Yo digo que tu destino cambiará hoy – sentenció Luara – No esta en mi animo el morir en la batalla que llegará.
– Dices bien – le replicó Dayon – Y actúas como debe ser. Mas en multitud de ocasiones he escuchado esas mismas palabras, y otras tantas veces han sido las ultimas pronunciadas por esas personas.
– ¿A que has venido? – le preguntó Luara, buscando una reacción – ¿A ver como morimos, o a luchar a nuestro lado?.
– No han sido mis pasos los que me han encaminado hasta aquÃ, pese a que ese ha sido mi deseo a lo largo de gran parte de mi existencia – le respondió Dayon, sin apartar su mirada fija del suelo – El destino me ha traÃdo aquÃ, tras una larga búsqueda. Me ha traÃdo hasta vosotros, cuando ya no me queda esperanza. Me ha traÃdo aquà para que, de nuevo, me reuniese con aquellos a los que arrastre en mi caÃda, y que condenaron sus almas por mÃ. Me ha traÃdo para veros morir una vez mas.
– Si no te quedase esperanza – le replicó furiosa Luara – No habrÃas venido. Si no te quedase esperanza, habrÃas dejado de luchar, dejado de intentar cambiar tu sino. No te conozco, Dayon “Asesino de hermanosâ€, pero tus ojos me han dicho que tus palabras mienten.
Por alguna misteriosa razón, sentÃa la necesidad de consolarle, de protegerle como si de un hijo se tratase. SabÃa que aquel ser, pese a su apariencia, ni siquiera era humano. Las historias lo describÃan como diezmador de ejércitos y azote de todo lo vivo pero, a pesar de ello no podÃa evitar la necesidad de hacer que aquel ser recuperase el espÃritu que habÃa atisbado en su mirada.
– Veo que cien vidas no te han cambiado – dijo Dayon – Siempre Luara la animosa, Luara la indómita.
– Vuelves a hablar con enigmas – dijo Luara – Dices que nos conocemos, pero tal cosa no es cierta.
– Si que te conozco, y para mi desgracia, he contemplado tu muerte mas de una vez.
– Por momentos pareces un hombre cuerdo, solo para, al instante siguiente pasar a decir sin sentidos.
– Pese a tu reticencia a creer en mis palabras – dijo Dayon – En tu interior sabes que estas son ciertas. Pero igual que esperaba tu incredulidad, estoy convencido de que Laconish se mostrará mas receptivo. Él siempre ha sido mas proclive a aceptar mis palabras, mientras que tu tiendes a dudar de ellas. Pero esto ha sido algo ya marcado desde vuestras primeras encarnaciones.
– ¿Como sabes de Laconish? – reaccionó Luara, entre asustada y furiosa – No lo involucres en esto. El no es un soldado, si hay una batalla y algo me pasara, él me prometió que huirÃa de la ciudad.
– ¿Acaso lo harÃas tu? – preguntó Dayon, con una mueca sarcástica.
– El asà lo prometió, y asà ha de cumplirlo – dijo Luara, mas para si misma que para su interlocutor.
– Sabes que él no huirá.
– De tus labios solo surgen acertijos y amenazas veladas. ¿Que te he hecho para que me tortures de esta manera?, ¿Que mal te hice en otra vida?.
– No deseo tu dolor. No os deseo mal alguno – en aquel momento, Dayon esquivó la mirada de Luara, dando con esto motivos para que sospechase que trataba de ocultarle algo. Algo que sentÃa que debÃa saber a toda costa.
– Me dices que no pregunte por mi destino, pero me amenazas con la posibilidad de perder lo que mas quiero. ¿Como quieres que no reaccione?
– No os amenazo. Ni a ti, ni a tu marido. Me limito a decir algo que tú bien sabes.
– Aunque no quiera, le obligaran a huir. Ese es el modo de actuación para con los funcionarios de la corte. Si la ciudad cae, ellos son quienes deben mantener viva su historia.
– El no huirá. No sabiendo de tu estado.
– ¿Y que estado es ese?
– Asà que no te lo ha dicho.
– Por todos los dioses – estalló furiosa Luara – Habla de una vez, o vete ya de aquÃ. ¿Que es eso que tiene que decirme? ¿Que es eso que tratas tan desesperadamente de ocultarme?.
Dayon pareció dudar por unos momentos. Su mirada continuaba evitando los ojos de Luara que permanecÃan clavados en su rostro girado. Tras unos tensos segundos de silencio, giró nuevamente su rostro, para encontrar nuevamente los ojos de Luara, y habló:
– No te ha dicho que, en sus sueños, ve como mueres sin llegar a dar a luz al hijo que albergas en tu interior.
El silencio dominó nuevamente el lugar. Un repentino soplo de viento desplazó los cabellos de Luara, haciendo que estos cubriesen parcialmente su rostro, mientras un escalofrÃo recorrÃa todo su cuerpo.
Al igual que con todo aquello que le habÃa dicho hasta aquel momento, algo hacÃa que Luara supiese que las palabras de Dayon eran ciertas. Esta ultima revelación, no era algo que le llegase por sorpresa, aquello era algo que habÃa comenzado a plantearse a lo largo de las ultimas semanas: la posibilidad de encontrarse embarazada. Pero no habÃa hablado de aquellas sospechas con nadie, ni siquiera con Laconish, ya que ni siquiera ella tenÃa la certeza de que aquellos miedos pudiesen tener fundamento.
Pero aquella confirmación lo cambiaba todo. Los temores que habÃa estado tratando de ignora, ahora se le venÃan encima. Como si el peso del mundo entero fuese depositado sobre sus hombros, todo su ser trataba de venirse abajo. Pero no iba a dejar que la angustia la dominase. TenÃa mucho por lo que luchar, ahora mucho mas que nunca, y no iba a dejar le arrebatasen aquello que tanto le habÃa costado conseguir.
No podÃa evitar el mirar a aquel hombre que se encontraba ante ella, y hacerse preguntas. Preguntas para las que no sabÃa si pedir una respuesta.
Sensaciones contradictorias sacudÃan a Luara. El miedo de que aquello que le habÃa sido dicho fuese cierto, el odio irracional hacia aquel hombre que representaba el fin de todo lo que conocÃa y amaba, y la extraña afinidad que sentÃa hacia él, no hacÃan sino sumirla en un doloroso estado de angustia e incertidumbre.
Ninguno de los dos volvió a hablar, o a cruzar sus miradas durante varias horas. Finalmente, se acercaba el cambio de guardia, y entonces fue Luara quien habló de nuevo.
– ¿Tienes algún lugar en el que descansar hoy? – preguntó, poniendo fin al largo silencio – Aunque supongo, que ya sabrÃas que esa iba a ser mi pregunta – continuó mostrando una sonrisa forzada, que trataba de ocultar su preocupación – Creo que aún quedan cosas que deberÃas contarnos.
– Asà es – respondió Dayon mientras se levantaba – Tengo mucho de lo que hablar con vosotros. Algo que he retrasado ya durante demasiado tiempo.
Los soldados que llegaron a reemplazar a la guardia de la muralla, miraron con miedo a Luara, y trataron de evitar el mas mÃnimo contacto con ella. Por el contrario, saludaron a Dayon como a uno mas de ellos, pese a que este no hizo ademán de saludarles, ni les devolverÃa el gesto mientras se iba. En otra ocasión, Luara los habrÃa fulminado con la mirada a aquellos soldados, pidiéndoles una explicación, que ya conocÃa a aquellos hombre. Pero su mente estaba perdida en asuntos mas importantes que una falta de cortesÃa, y continuó descendiendo las escaleras de piedra que daban al patio. Tras el cambio de guardia en la muralla, ambos dos se dirigieron hacia la casa de Luara. Caminaban en silencio, inmersos en sus respectivas preocupaciones aunque, ella miraba furtivamente a Dayon, queriendo, y temiendo que desapareciese.
Finalmente llegaron. La escasa luz que lograba filtrarse desde el interior de la casa, indicaba a Luara que su marido se encontraba en el interior. Tras abrir la puerta, miró hacia su derecha, y allà vio a Laconish, sentado en el taburete, enfrascado en la lectura de aquellos tomos que siempre le acompañaban.
Retirando su mirada de las paginas que le tenÃan absorto, Laconish miro a su mujer, y en su cansado rostro asomó una sonrisa. Pero al cruzar Dayon el umbral de la puerta, se levantó, y el rostro afable se tornó severo.
– Asà que finalmente has venido – afirmó Laconish con voz firme – ¿Será este el dÃa en el que conozca tu nombre?.
– Dayon es mi nombre – sentenció este.
– Entonces, la espera ha terminado – dijo Laconish apesadumbrado – La ciudad caerá, y nosotros pereceremos con ella. Pensé… deseé que quedase mas tiempo. Quedan tantas cosas por hacer.
– Ya es tarde – dijo Dayon, dirigiendo su mirada hacia el suelo – He tardado demasiado en encontraros – parecÃa un reproche hacia si mismo – El enemigo se encuentra ya a las puertas, no podréis huir.
– Es eso todo lo que tenÃas que decirnos – intervino Luara furiosa – para…
– Sentaos – ordenó Dayon con voz autoritaria en un repentino arranque de furia, y un oscuro aura de poder pareció surgir de él.
– Esta es nuestra casa, y tu no eres quien para darnos ordenes – le replicó Luara. El miedo la atenazaba ante aquella demostración de poder, pero no iba a permitir que aquel ser los amenazase.
– Lo lamento – se disculpó Dayon – Hay tanto que decir, y queda tan poco tiempo.
– Si conversamos sera como iguales – intervino Laconish, mientras se acercaba a su esposa, y la abrazaba con gesto protector. SabÃa que en una confrontación ella se defenderÃa mejor que él, pero no podÃa evitar el impulso de interponerse entre Luara y el peligro.
– ¿Que es lo que sabéis de vuestros nombres? – preguntó entonces Dayon, mirándolos a ambos.
– Son… nombres – respondió confusa Luara.
– Los nombre son algo mas que eso – comenzó a narrar Dayon – Un nombre es algo mas que una palabra, es lo que nos define sin limitarnos, aquello por lo que seremos recordados, algo que inspirara a los demás, provocará indiferencia o rechazo cuando sea mencionado. Pero no es el nombre el que define a la persona, sino esta la que da sentido al nombre.
Antes de que os fueran otorgados vuestros nombres, otros mucho fueron portadores de esos mismos apelativos, algunos de ellos aún son recordados y, otros muchos se han perdido en el olvido. Los nombres, pese a que no definan a la persona, si que representan la herencia de todos aquellos que con anterioridad fueron llamados igual que uno. Al igual que para todas las cosas, siempre hubo y habrá un primero, y los nombres no son la excepción.
Una vez dicho esto, os diré que yo conocà a aquellos que serÃan los primeros en portar los nombres de Luara y Laconish. De esta misma manera, os diré que yo los llamé amigos.
Pero asà como sus nombres aún continúan siendo utilizados, la historia de aquellos que por primera vez fuesen llamados con tan nobles apelativos, fue olvidada por los libros o los hombres. Marginados de la historia por cometer el crimen de sentir piedad por mÃ.
Yo soy Dayon, hijo de Dae´on, de la estirpe de Ytahc, y de Vandara, de los primeros nacidos entre los humanos. Mi historia se remonta muy atrás en el tiempo. Tan atrás, que los dioses aún eran conceptos abstractos desconocidos por nosotros, y aquellos que vivimos para poder recordarla, no sabemos ubicarla con exactitud. Tan antigua que precede a lo que los pueblos que habita hoy el mundo denominan como el comienzo de todo.
Los dÃas eran diferentes, el mundo era mas joven, recién nacido, pese a lo cual, ya entonces se cernÃa sobre él la lejana presencia del enemigo. Pues desde su mismo nacimiento, el pueblo de mi padre habÃa sido concebido para combatirlo. Pero al contrario que ellos, que habÃan sido creados con un propósito, a vuestro pueblo no le fue dada forma o propósito alguno por ningún poder. Vuestro pueblo apareció, por fruto del puro y simple azar, siendo de esta manera libres de la influencia de un “padre†que diese sentido a vuestra existencia, libres para elegir vuestro propio camino y lugar en el esquema de las cosas.
Cada uno distinto de los demás, no solo en apariencia, sino en esencia. Cuanto os envidiaba mi padre, cuanto os amaba. Pues mientras que su vida estaba encaminada a la lucha contra el enemigo que llegarÃa, la vuestra estaba encaminada a ser la semilla que se esparcirÃa por el mundo. A vosotros os habÃa sido otorgado el don de crear vida, algo que les habÃa sido negado u obviado a ellos.
Vuestro numero, al contrario que del de los Grudarek, o Dragún Adai (hijos de Adai) como llamaban los hombres al pueblo de mi padre, era escaso, pero crecÃa dÃa a dÃa. Las alas de los Dargún Adai cubrÃan los cielos, y las pies de los hombres comenzaban a recorrer la tierra.
Pero vosotros, los padres, los primeros nacidos entre los hombres, no erais como los que ahora pueblan las calles de esta ciudad. Vosotros erais eternos, sois los que disteis origen a las palabras, aquellos de los que reciben su nombre los distintos pueblos que en la actualidad existen.
Vuestro pueblo se hacen llamar los maleri, y para ellos esta es solo una palabra, un sonido carente de significado real. Pero yo conocà a Maleri “el de el porte altivoâ€, y su compañera Alashi “la del rostro severoâ€, y veo una pequeña parte de suya en aquellos que, sin saberlo, se proclaman sus descendientes. Aquellos que pueblan las tierras al norte del Malnus, se hacen llamar los shizune, ignorantes del legado que representa ese nombre, o de la mujer que le darÃa sentido ostentándolo por primera vez. En la lejana Harst, vive un pequeño clan que se hacen llamar los nur, y se que entre ellos pervive el espÃritu de su madre, la primera que llevase ese nombre.
Me contaba mi padre que, desde el mismo momento de vuestra aparición, erais una unidad, un solo alma con dos cuerpos.
Mientras los demás buscaban sus iguales entre los primeros nacidos, vosotros conocerÃais la plenitud desde el mismo momento de vuestro alumbramiento. El era quietud y reflexión, ella fuego y pasión. Erais tal como sois.
En cierta manera, yo también fui el primero de los mios, el primero de los Yr´draag, pues mi padre serÃa a su vez el primero de los Dragún Adai en unirse a una humana. De aquella unión, asimismo nacerÃa mi hermana Daegon. Aquella que llegarÃa a ser mi esposa.
Pese al amor que nos profesaban nuestros padres, Dae´on era el lÃder de su pueblo, y debÃa guiarlo en la construcción de las defensas para cuando el enemigo llegase hasta Adai, nuestro hogar. Vandara por su lado, también habÃa contemplado el rostro de la destrucción, y preparaba a los suyos para la confrontación. Ambos estaban con nosotros tanto como podÃan, pero quienes realmente nos educarÃa, serÃais vosotros.
Daegon tendÃa a pasar mas tiempo con Laconish, y escuchaba con atención una y otra vez las historias que este gustaba de narrar, historias que surgÃan de su imaginario, pues la vida tan solo habÃa comenzado, y no habÃan sucedido aún grandes acontecimientos. Mientras tanto, yo preferÃa esta con Luara, aprendiendo a combatir, viviendo intensamente cada dÃa hasta acabar exhaustos. Laconish tratarÃa de enseñarme paciencia y relajación, primero con la palabra, y después con la acción.
Mientras Luara me enseñaba la lucha con la espada, o sin armas, Laconish me mostrarÃa la paz del arquero, a contemplar las situaciones en su conjunto, y reflexionar antes de actuar, a dominar mis instintos.
Pero no todo era preparación para el combate, no todo era estudio, también habrÃa momentos de reunión, momentos de simple felicidad. Cada vez que nuestros padres regresaba a la fortaleza de Imshul habÃa una gran celebración, y los rostros de todos vosotros se iluminaban con la música, el baile y la bebida. Pero una vez finalizada la fiesta, tan solo quedabais vosotros, nuestros cuatro padres, sentados alrededor de la mesa dejando que esta vez, fuese el fuego el que iluminase vuestros rostros. Conversando sobre cualquier cosa, desde los temas mas trascendentales, a los mas banales. Hablando y riendo hasta que nos sorprendÃa la llegada del nuevo amanecer. Aquellos fueron grandes años, momentos que me han acompañado a lo largo de los milenios, haciendo menos pesados los momentos de soledad.
Cuando alcanzamos nuestro primer siglo; la mayorÃa de edad, llegó el momento de elegir la que serÃa nuestra forma para el resto de nuestra existencia. Yo elegà esta que tenéis ante vosotros. Elegà ser un hombre, un humano. Alguien fuerte que pudiese proteger a los que amaba de cualquier peligro o daño. Daegon escogió la forma de una mujer, alguien capaz de engendrar vida, alguien que inspirase paz. No volverá a pisar este mundo una criatura como ella, amada por todos, tan llena de vida. En un mundo en el que la palabra amor habÃa sido descubierta, y mantenÃa todo su significado, ella era la personificación de palabra y concepto.
Que hermosa era. Como, con solo mirarla, hacÃa que me sintiese afortunado por vivir, por poder compartir mi existencia con ella. Cuanto la echo de menos.
La narración de Dayon, se interrumpió, su voz se habÃa vuelto temblorosa y el apretó los dientes, mientras cerraba con fuerza sus ojos tratando de contener las emociones que pugnaban por salir. Pero aquella era una batalla que jamas habÃa logrado ganar, y se llevó ambas manos al rostro, para que nadie pudiese ver sus lágrimas.
Tras unos momentos de silencio, Dayon descubrió su rostro, y con los ojos aún húmedos, continuó con su historia.
– Pero llegó el dÃa, en el que el enemigo encontró los accesos a nuestro mundo. El dÃa en el que el destructor llegó a Adai.
Estábamos preparados, o eso creÃamos.
Kafarnaul habÃa forjado las siete espadas.
Siete llaves para cerrar el camino del destructor.
Armas portadas por siete reyes inmortales.
Los siete reyes dragón.
Las alas de cubrieron el cielo, cambiando el azul y blanco, por negro y verde. Sobre los hombres llovÃa la sangre de vuestros aliados, mientras combatÃais sobre el suelo. La tierra se volvÃa estéril y se abrÃa cuando caÃa uno los kurbun, y el mar hervÃa con su contacto. El equilibrio se habÃa roto, conocerÃamos en aquellos dÃas tormentas como jamas habÃa sufrido, y tifones que arrasarÃan todo a su paso, y el mal pugnarÃa por dominar en el corazón de todas las criaturas.
Luchamos sin descanso durante un tiempo inmemorial, el cielo cubierto de combatientes, no dejaba pasar la luz del sol. El enemigo tenÃa todo lo que necesitaba, ya que su sustento eran la muerte y dolor, asà no necesitaba mas. Combatimos sin dormir o comer, sin llorar a los caÃdos, o curar nuestras heridas.
Bajo el mar Matnatur, defendida por Shat´red y su estirpe, permanecÃa inmaculada, y jamas lograrÃa ser conquistada. En los cielos, los ejércitos dirigidos por Dae´on y Narg´eon contenÃan con dificultad a sus atacantes. Mas allá de este, en la blanca superficie de Lutnatar los hermanos de Sem´bar y Yur´kahn caÃan defendiendo su hogar. En el ardiente Sholoj, sus hijos, comandados por Mash´Kar y Noroth´grael defendÃan de manera encarnizada el brillante astro.
Con el tiempo la lucha se concentrarÃa sobre la superficie de Adai, y allà se unirÃan las siete huestes en el ultimo combate. Allà caerÃan los siete reyes, allà caerÃa Dae´on, mi padre, combatiendo contra Shaedon y, de su mano muerta, yo tomarÃa su espada Sachiel, la que serÃa conocida como “asesina de hermanosâ€, para dirigir a los nuestros. Vandara caerÃa poco después, combatiendo al asesino de su esposo.
Todo parecÃa perdido cuando finalmente llegó hasta nosotros Baal, el destructor. Incluso sus hijos morÃan ante su mera presencia. Los cielos fueron barridos de toda vida con su sola aparición. Pero el pueblo de mi padre habÃa sido creado para combatirlo, y cumpliendo con esa obligación, se lanzaron en masa contra él, solo aquellos demasiado heridos como para combatir sobrevivirÃan a aquel dÃa.
Fue en aquel momento, cuando apareció Daegon. HabÃa en ella un brillo como no se habÃa contemplado antes. Como un opuesto al destructor, su presencia aliviaba el dolor, y traÃa reposo al alma.
Caminando con calma sobre el aire, se acercó hasta la inmensa figura del destructor, haciendo que este se fijase en ella. En su rostro no habÃa reflejado miedo o ira, sino firmeza y determinación en sus dulces facciones.
Aquella criatura no habÃa conocido nada semejante. En los planos que habÃa arrasado, siempre habÃa sido recibido con aquello que esparcÃa. Las emociones siempre habÃan sido algo ajeno a él, pues actuaba de aquella manera, pues aquel era su lugar en el esquema de todas las cosas. Quizás fue eso lo que despertó una curiosidad que hasta entonces no habÃa sentido, quizás viese en los ojos de Daegon algo que le faltaba para convertirse en un ser completo, quizás jamas hubiese contemplado une belleza similar. Sea como fuere, el destructor abandonó por un momento su labor, y simplemente contempló a alguien puro, alguien que no le temÃa ni le odiaba.
Yo lo contemplaba todo desde el suelo sin comprender lo que sucedÃa. Estaba agotado por años de incesante combate (eso es lo que me digo siempre – pensó Dayon para si mismo), cuando escuché una voz en mi cabeza.
– MÃrala – me decÃa aquella voz – ¿No es hermosa?
Yo no respondÃ.
– MÃralo – continuó la voz – ¿No es él mas poderoso que tú?.
Observa como lo mira. Sabe que él la protegerá mejor que tú.
Observa como la contempla. ¿Como no va a enamorarse de ella?.
¿Vas a dejar que te abandone por los que han asesinado a tu padre?
¿Permitirás que te traicione de esta manera?
Mi cabeza estaba confusa, durante años no habÃa tenido un momento de reposo, un momento para pensar, para estar con ella (trato de excusarme, siempre es asÃ, pero no deja de ser eso, una excusa). En aquel momento, aquello que me decÃa tenÃa sentido. No sabÃa que estaba siendo manipulado por una diosa (eso tampoco me sirve de excusa).
La ira estalló en mi. Asiendo con fuerza la espada de mi padre, surqué los cielos, y con ella atravesé la espalda de Daegon, hiriendo a su vez a su “amanteâ€.
Solo en aquel momento fui consciente de lo que habÃa hecho. Al instante extraje la hoja manchada de sangre, y la arrojé lejos. La sangre no dejaba de manar de su cuerpo, salpicándome. Mi manos – y en aquel momento, Dayon miro sus manos con horror – mis manos estaban cubiertas por su sangre.
La bestia estaba aturdida, no por la herida que le habÃa infligido, sino por ser capaz de sentirla. Otros habÃan logrado alcanzarla, pero hasta aquel momento, no habÃa sido consciente del dolor, consciente por primera vez de su misma existencia.
Daegon se volvió hacia mi. Su rostro (que hermosa era), no estaba teñido por el dolor o el odio. En él solo habÃa serenidad y paz. Ella sabÃa lo que yo habÃa hecho, pero con un ultimo beso, me perdonó (algo que yo jamas lograré). Con su ultimo aliento, el aura que la rodeaba se intensificó, hasta cegarnos a todos.
Cuando la visión regresó a nuestros ojos, el cielo volvÃa a ser azul y blanco. Daegon habÃa expulsado al enemigo, y cerrado las puertas que le daban acceso a nosotros. Pero se habÃa ido, en mis brazos yo sujetaba un cuerpo inerte. Su luz se habÃa apagado (culpable, culpable. Yo soy el causante del dolor del mundo, yo la maté).
– No – dijo Dayon, mientras su rostro se convulsionaba con dolor y furia. Miraba sus manos, con lágrimas contenidas en los ojos, como si entre sus brazos aún sujetase el cuerpo de su esposa.
>No – gritó esta vez, cayendo de rodillas al suelo, mientras abrazaba con fuerza un cuerpo que no estaba ahÃ. Poco después, su cuerpo se hizo un ovillo, al darse cuenta de que ella ya no estaba.
Luara y Laconish se levantaron de sus asientos de manera simultanea, aquello que les habÃa narrado Dayon no solo lo sabÃan cierto, sino que habÃa despertado algo dento de ellos. En aquel momento recordaban haber vivido todo aquello. Recordaron el horror de la batalla, el desasosiego de ver morir a Dae´on y Vandara, el dolor al ver morir a Daegon, a la que querÃan como a una hija. Ahora reconocÃan a Dayon, su “hijoâ€.
– ¿Porque continuas atormentándote? – le dijo Laconish, mientras ambos lo abrazaban.
– Sssssh – trató Luara de silenciar el llanto de Dayon – Cálmate mi niño, ya ha acabado todo.
– No ha terminado nada – les respondió furioso consigo mismo Dayon – Mis crÃmenes no acaban ahÃ.
Tras el entierro de Daegon, yo fui juzgado. Mi deseo de vivir después de lo que habÃa hecho desapareció por completo, y me negué a defenderme, pero otros hablarÃan por mi. Vosotros defendisteis mi causa, pidiendo una clemencia que yo no merecÃa. Otros, como Ulmar uno de cuyos hijos habÃa caÃdo presa del enemigo, uniéndose a sus filas, también habló en mi favor. Mas mi crimen era demasiado grave como para caer en el olvido, y muchos mas hablarÃan en mi contra. Gente que al igual que yo amaba a Daegon, y que jamas podrÃa perdonármelo.
Pero no solo habÃa asesinado a mi esposa. Al detener aquello que se iniciaba en el interior de Baal, lo habÃa corrompido, dejándolo incompleto. Él habÃa sido una fuerza pura de la destrucción, sin emociones, sin un deseo u objetivo. Pero Daegon habÃa despertado en el las emociones. Algo que, de haberse completado, habrÃa podido poner fin al conflicto. Pero el proceso habÃa sido interrumpido. Baal ahora sentÃa, pero no era capaz de comprender completamente sus emociones. Estas eran las que le dominaban. La existencia, hasta entonces algo ajeno a él, le habÃa sido dada a conocer. Pero él era la destrucción, y aquel concepto le causaba dolor. A partir de aquel momento, tenÃa un objetivo: Terminar con el dolor, algo que no desaparecerÃa mientras la mas insignificante mota de polvo hubiera sido extinguida.
La primera emoción verdadera que habÃa conocido y comprendido habÃa sido el dolor, un dolor que yo le causara. Un dolor que le acompañará hasta el final de todas las cosas, hasta que alcance su objetivo.
Fui exiliado a Ilwarath: la tierra de los muertos. AllÃ, los inagorn, los matadores de dioses, torturarÃan mi carne, pues mi alma ya estaba destruida, hasta el fin de los tiempos.
No se durante cuanto tiempo permanecà en aquel lugar, pero allà tuve alivio, pues en algunas ocasiones, el dolor fÃsico lograba eclipsar aquel que me destrozaba en el interior.
Pero vosotros no os olvidasteis de mi, osados como no lo ha sido nadie, desafiasteis a los mas altos poderes, viajando hasta mi prisión. Allà os enfrentasteis a aquello que incluso los dioses temen, conscientes del precio que tendrÃais que pagar por vuestras acciones.
Con tu espada – dijo mirando a Luara – rompiste las ligaduras que me aprisionaban, mientras él asaeteaba a las criaturas que trataban de impedÃrtelo. Pero no podÃais acabar con ellos, nadie, mortal o inmortal, salvo el mismo destructor podÃa destruirlos. Pero no desfallecisteis.
Una vez me hubisteis liberado, tras besar mi frente, me arrojaste hacia la abertura que habÃas creado para llegar hasta aquel lugar. En tus ojos vi que sabÃas que aquella serÃa la ultima vez que me verÃas. Mientras volaba sin control hacia mi salvación, pude ver como aquellas criaturas destrozaban vuestros cuerpos, pero vuestras almas, mas brillantes y poderosas que el mismo sol, continuaron luchando hasta que atravesé el umbral que separaba los dos mundos.
Pero con vuestro rescate, tan solo habÃais logrado acrecentar mi carga. Pues vuestra muerte también pesarÃa sobre mi conciencia, y el mundo al que me habÃais devuelto no era el mismo en el que un dÃa habitase.
El mundo habÃa cambiado tanto que me era completamente extraño, la muerte de Daegon le habÃa privado de su inocencia, convirtiéndolo en un lugar mas oscuro, mas cruel, indigno del sacrificio que habÃa supuesto su salvación. Los hombres ya no lo llamaban Adai, pues decÃan que el espÃritu que habitaba en el no era merecedor de su devoción, ya que nada habÃa hecho por ellos durante el conflicto. En su lugar, pasaron a llamarlo Daegon, en un cruel ironÃa del destino. Ya que, pese a ser ella quien diese su vida por todos ellos, jamas deseó adoración, ni un mundo como aquel en el que se habÃa convertido. Pero con el tiempo aquel apelativo también perderÃa su sentido, para pasar a ser una palabra mas. Por otro lado, mi nombre se habÃa convertido en sinónimo de maldad y traición, siendo el peor apelativo que se le pudiese dar a una persona.
Del pueblo de mi padre apenas supe nada. Casi todos ellos habÃa vuelto al seno de Ytahc (como llamaban ellos a Adai), y los pocos que permanecÃa despiertos habÃan partido mas allá de los cielos, buscando un lugar que pudiesen llamar hogar, ya que ellos también se habÃan sentido traicionados por la tierra que les diese vida. Allà solo quedarÃan los herederos del legado de los siete reyes dragón. Asereth y Belrotah, Maed Lloar y Kafarnaûl, Huatûr e Yrmus Kril y el ultimo de los hermanos de Dae´on: Shaún´car. Ellos custodiaban las pruertas que cerrase Daegon, a la espera del regreso del enemigo, ellos portaban las siete llaves. Pero su espera era solitaria, pues los hombres ya no recordaban la guerra, ni a aquellos que luchasen a su lado.
Casi todos los primeros nacidos entre los hombres habÃan muerto, o habÃan perdido sus ansias de luchar. Muchas de las parejas que se forjaran en los primeros tiempo, se desharÃan. Sin los padres para guiarlos, sus hijos se disputaban la propiedad de la tierra que pisaban, reclamando derechos que no les pertenecÃan. Pero estas nuevas generaciones también eran distintas a aquellas que les habÃan precedido. Cada nueva generación era menos longeva, mas obsesionada con la inmediatez de las cosas, con objetivos a corto plazo.
Las ansias de saber, de conocer, de viajar eran insaciables, y pronto el mundo que les dio vida se les quedarÃa pequeño, y partirÃan en busca de nuevos retos, nuevos horizontes, nuevas conquistas. Las tradiciones cambiaban y desaparecÃan, se creaban y destruÃan en un parpadeo. Aquel era un mundo demasiado veloz para los inmortales.
Durante mucho tiempo vague sin rumbo. En mi camino conocà a toda clase de personas. Algunos me recordaban lo que antaño fuese la raza humana, y otros me obligaban a ver en lo que se habÃa convertido. Muy pocos quedaban vivos de aquellos que me conocÃan, pero no deseaba ver a aquellos que me defendiesen en mi hora mas triste, no deseaba recordar. Por otro lado, temÃa encontrarme con aquellos en los que aún latÃa un intenso odio hacia mi. TemÃa desear la muerte a sus manos, convirtiendo de esta manera vuestro sacrificio en algo vano.
No fue hasta que te encontré de nuevo, Luara, que se abrirÃa ante mi lo que serÃa el objetivo de mi existencia. Pues pese a haber destruido vuestros cuerpos, los Inagorn no habÃan sido capaces de acabar con vuestras almas. Ya no te llamabas Luara, sino Saba, y nada sabÃas de mi o tu anterior vida. Te conocà de nuevo en una guerra. Una guerra estúpida, una guerra banal, una guerra de hombres. Tu, como siempre, luchabas por aquello en lo que creÃas, por aquellos a los que amabas, pero a tu lado no estaba Laconish.
Una vez mas te vi morir, sin ser capaz de evitarlo. Una vez mas mi alma lloró. Tras dejar el lugar en el que te habÃa encontrado, partà en busca de Laconish. Si tú habÃas regresado, asà lo tenÃa que haber hecho él. El tiempo, hasta aquel entonces algo irrelevante, se me descubrió entonces como algo vital. Mi búsqueda se alargo durante durante años eternos, pero finalmente te encontré. Te hacÃas llamar Nekeny, tu pasión seguÃa en el estudio, pero esta vez eran las estrellas las que te llamaban. VivÃas solo, pues nadie habÃa ocupado tu corazón como lo hiciese Luara. Te acompañe hasta el dÃa en el que tu cuerpo mortal te falló. Algo habÃa muerto en ti el dÃa en el que pereció Saba, pese a que en aquella vida no llegasteis a conoceros.
En aquel momento comencé una búsqueda febril. Si habÃais regresado una vez, estaba convencido de que lo harÃais de nuevo. Pero podÃais aparecer en cualquier lugar. El hombre habÃa conquistado las estrellas, y solo el azar me permitió encontraros una vez. Asà que no tuve mas remedio que pedir ayuda a aquel cuyo odio hacia mi era mas amargo: Huatûr “El contempladorâ€. Aquel que quizás amase a Daegon mas que yo, pues renunció a ella de buen grado, al saber que era conmigo, su amigo, con quien ella deseaba compartir sus dÃas. Sacrificó su felicidad para que ella obtuviese lo que deseaba.
– Cuida de ella – me dijo con una sonrisa cargada de tristeza en su rostro – Hazla feliz.
El siempre habÃa sido un gran observador, alguien invadido por la curiosidad, el ansia de saber el porque de las cosas. Si existÃa alguien capaz de decirme donde, o la razón de vuestras apariciones, aquel era Huatûr.
Lo encontrarÃa en Olen´Dogar, el quinto pico, el lugar de cuya blanca piedra surgiese en un lejano dÃa. Desde allÃ, desde la pálida Lutnatar, contemplaba en soledad la figura de Ytahc, a la que los hombres llamaban Daegon, recortada en la negrura del espacio.
Mi llegada no le sorprendió, ya que pocas eran las cosas que escapaban a su visión.
– ¿A que has venido? – me preguntó con frialdad y odio contenido.
– He venido pues necesito de ti – le respondà – Necesito de tu conocimiento.
– Mi conocimiento es mi bien mas preciado, ¿que te hace creer que te lo entregarÃa?. Ya en una ocasión te confié algo irreemplazable para mi, y lo destruiste. No cometeré ese error de nuevo.
– Jamas podré compensar la perdida que cause, asà como jamas podre perdonármelo. De tener otra opción, te habrÃa evitado el dolor de mi visión, mas lo que me trae hasta aquÃ, es algo que que…
– No oses siquiera pronunciar su nombre – me interrumpió iracundo, mirándome por primera vez – No la uses como excusa.
– Necesito saber del destino de las almas de Luara y Laconish – le urgà – Ella misma te lo pedirÃa de…
– ¿De continuar viva?, ¿de no haber sido asesinada por ti?, ¿no te has parado a preguntar por el paradero de su alma?, ¿sobre la posibilidad de su vuelta?, ¿o sobre las almas de Dae´on y Vandara?. Por supuesto que no, te arrastras en tu propia auto compasión, dejas que la culpa te domine, recreándote en tu bajeza.
– ¿Han vuelto también ellos? – pregunté maldiciéndome a mi mismo por no haberme hecho aquella pregunta.
– No.
– ¿Tanto me odias?, ¿porque me haces albergas esperanzas, solo para arrebatármelas al instante siguiente?.
– DesearÃa odiarte, desearÃa creer que aquello que hiciste fue por voluntad propia. Mas se que no fue asÃ. Tu crimen es la debilidad, y el mio el no haber querido verlo en su momento. Verte me recuerda mi fallo y mi pérdida, verte me causa dolor y cólera. No te odio, Dayon hijo de Dae´on, te desprecio y me das lastima. DesearÃa no sentir compasión por aquel a quien llamé amigo.
– Entonces, ¿me ayudaras?
– Te ayudaré, pero por aquello que compartimos te doy esta advertencia. El conocimiento que ansÃas tan solo te acarreará mas dolor. Debes saber que lo que hagas con ese conocimiento también sera responsabilidad mÃa. Si haces un uso inadecuado de él, no cejaré hasta destruirte.
En aquel momento asentÃ, ignorante de lo ciertas que serÃan sus palabras. De esta manera me guió a través de las entrañas de Lutnatar, hasta su mismo corazón, Kay TÃndawe, las estancias de los espejos. En aquel lugar, suspendidas de la nada nos rodeaban ventanas hacia otros mundos. Allà contemplé de nuevo el rostro del enemigo, presencié como los hombres alcanzaban estrellas lejanas, como el señor de los muertos contemplaba desde su yelmo vacÃo las hileras de almas, como criaturas etéreas surcaban los abismos elementales. En aquel lugar comprendà la pasión que embriagaba a Huatûr, su ansia de conocimiento. A través de uno de aquella de aquellos espejos, contemplarÃa por primera vez a Sakuradai, la tejedora.
– Ella tiene las respuestas que buscas – me dijo Huatûr – Si tal es tu deseo, te enviaré a Kayûr Imael.
De nuevo, mi respuesta fue afirmativa. Nos despedimos sin intercambiar palabras, o siquiera mirarnos a la cara. Me entristecÃa irme de aquel lugar sin haber sido capaz de congraciarme con él, pero comprendÃa que ciertas cosas jamas podrÃan ser olvidadas.
Atravesando el espejo, llegarÃa hasta el hogar de Sakuradai, Kayûr Imael, el hogar de la tejedora. Entonces yo nada sabÃa de ella o de su función. Mi objetivo era una respuesta, aunque temÃa que esta fuese negativa tras el dolor que me vaticinase Huatûr. Pocos han visitado aquel lugar a lo largo de la historia, pues aquel que contempla el rostro de su señora, contempla el momento de su muerte.
Pero yo ignoraba tales cosas, y aquella ignorancia me hacÃa atrevido. Me aventuré sin dudarlo, convencido de que ya nada podÃa causarme mas dolor del que padecÃa. Lo mas temible que podrÃa decirme aquella mujer, era que jamas volverÃa a veros, o eso era lo que yo creÃa.
El lugar parecÃa desierto. Los ecos de mis pasos resonaban de una manera extraña, como si el sonido no se propagase por toda la estancia, sino que se quedase anclado en el lugar en el que habÃa sido producido. Las estrellas que pendÃan en aquella oscuridad perpetua, también se mostraban extrañas, pues en nada se parecÃan a aquellas que aparecÃan sobre los cielos de Daegon. Trate de buscar alguna forma o dibujo conocido en aquel firmamento, solo para descubrir que habÃa sido enviado a un lugar ajeno a los que habÃa conocido con anterioridad.
Sin previo aviso, ante mi apareció una figura femenina. Su cuerpo, asà como su rostro estaban cubiertos por un largo manto negro que parecÃa fundirse con el firmamento. Su rostro oculto parecÃa mirar hacia el suelo, como fuese presa de la timidez o la vergüenza. Tras unos momentos de espera, no hizo ademán de moverse, por lo que fui yo quien se acercó hacia ella.
– ¿Quien eres? – pregunté. No hubo respuesta, pero tampoco sentÃa que aquella delicada figura desease causarme daño alguno, por lo que continué avanzando.
– ¿Eres tú quien posee las respuestas? – pregunte de nuevo, una vez frente a ella – ¿Eres tú la tejedora?
Lentamente su cabeza se alzó, para que pudiera ver lo que habÃa mas allá de la oscuridad que proyectaba la capucha. Pero ahà donde esperaba contemplar un rostro, mis ojos se vieron asaltados por un aluvión de imágenes. Imágenes de mi futuro, imágenes de mis encuentros y desencuentros, de mis errores y flaquezas, hasta el momento de mi muerte.
Abrumado por lo que habÃa contemplado, caà de rodillas al suelo, negándome a creer lo que habÃa visto, pero sabiendo que todo era cierto.
Las manos de la tejedora retiraron la capucha que cubrÃa su rostro, dejando al descubierto la expresión de eterna tristeza que inundaban las hermosas facciones que habÃa sustituido a la oscuridad oculta bajo la capucha. Durante un momento dirigió su melancólica mirada hacia mi, antes de dejarme de nuevo en la soledad de mi dolor. La locura quiso apoderarse de mi, pero me negué a rendirme. Aquello que habÃa visto jamas sucederÃa, no lo permitirÃa, no fallarÃa de nuevo, como lo habÃa hecho hasta entonces.
Durante milenios vagarÃa por el mundo. ContemplarÃa como los hombres destruÃan casi todo lo que habÃan construido, y su nuevo comienzo. EstarÃa presente con la llegada de los jóvenes dioses a los que adorarÃan, los tayshari, y participarÃa en la absurda guerra de mis hermanos contra ellos, y como esta cambiarÃa la faz del mundo. PresenciarÃa la creación de sus nuevos hijos, y como estos se esparcirÃan por el mundo. Me maravillarÃa con el resurgimiento de los hombres y las nuevas razas, y como regresarÃan a las estrellas, y contemplarÃa de nuevo su caÃda por el orgullo y la arrogancia de unos pocos.
Aquellas imágenes jamas me abandonarÃan , y tal como predirÃan, fracasarÃa una y otra vez en mis intentos. FracasarÃa en tratar de evitar el regreso de Baal, fracasarÃa tratando de detener a Shaedon antes de que, al igual que hiciese con mi padre, acabase con la vida de Shaún´car. No serÃa capaz de retomar de su mano muerta a Sachiel, pues el recuerdo de lo que habÃa causado con ella me paralizó, granjeandome esta vez si, el odio de Huatûr. TendrÃa que ser uno de los jovenes tayshari; Tarakus, quien librase aquella batalla por mi. Las siete llaves se perderÃan, y tendrÃa que ser nuevamente una mujer, una tayshari; Korian, quien se sacrificase para detener al destructor.
Una y otra vez me reunirÃa con vuestras encarnaciones, y jamas lograrÃa haceros recordar. No lograrÃa reuniros de nuevo, y os verÃa morir un millar de veces.
Hasta aquà me ha traido mi vagar, nuevamente hasta vosotros. Pues mi sino es veros morir sin ser capaz de evitarlo. Aunque esta vez sera mas duro, pues esta vez estais juntos. Esta vez habéis recordado. Esta vez podrÃais haber sido felices, de no tener relación conmigo. Pues ellos no hubieran venido hasta aquÃ, de no saber que yo os buscarÃa.
Las cicatrices de tu espalda, Luara, son los vestigios de tus vidas pasadas. De los combates que has librado a lo largo de todas tus existencias, de las batallas en las que has salido victoriosa. Tus visiones, Laconish, son el legado de todo lo que has vivido, y el adelanto de lo te queda por vivir en esta, y que viviras en las siguientes. Estos son los designios que ha seguido el enemigo para dar con vosotros, para dar conmigo.
– Prometedme que no combatireis, que trataréis de huir de la ciudad – les suplicó Dayon – Permitid que el circulo se cierre, que no tenga que verme obligado a contemplar de nuevo vuestras muertes.
– ¿Y que serÃa de ti? – preguntó Luara – ¿Que serÃa de la ciudad?
– La ciudad caerá de todas formas – le respondió Dayon, mirandola con frialdad – Mi momento aún no ha llegado. Vuestra presencia aquà no cambiará nada. No participeis en una lucha perdida de antemano.
– ¿No es eso lo que has estado haciendo tú durante tanto tiempo? – le replicó Laconish – Las batallas no se ganan o pierden antes de comenzar. Si realmente creyeses tal cosa, no habrÃas venido hasta aquÃ.
– ¡¿Vais a arriesgar vuestras vidas y la de vuestro hijo bajo esa suposición?! – les gritó Dayon desesperado y enojado – ¡¿O hareis lo que esté en vuestra mano para verlo nacer?!.
Todos guardaron silencio. Dayon se sentia avergonzado por haber tenido que utilizar aquello, por haberlo sacado a colación. Por su parte, la imagen de la muerte de Luara, que tantas veces se habÃa repetido en la mente de Laconish, era algo que este no podÃa apartar de sus pensamientos después de aquel comentario.
Luara no sabÃa que decir. Por una parte se sentÃa colérica por por las palabras que habÃa formulado Dayon, pero no podÃa obviarlas. En su mente se formaban los rostros de todos aquellos a los que conocÃa en la ciudad, de aquellos por los que sentÃa aprecio. No deseaba dejarlos, sentÃa como si los abandonase a su suerte. Pero no podÃa evitar pensar que Dayon tenÃa razón, ella solo era una mujer. Conservaba los recuerdos borrosos de otras vidas, emociones confusas de momentos de gloria y dolor vividos en tiempo inmemoriales, pero su presencia en el campo de batalla no cambiarÃa nada. Su familia; los suyos, debÃan ser su prioridad.
– De acuerdo – dijo Luara rompiendo el silencio – Trataremos abandonar la ciudad – la vergüenza y el dolor que sentÃa por tomar aquella decisión se veÃan claramente reflejadas en su rostro cabizbajo. Algo en su interior pugnaba con fuerza por cambiar lo que acababa de decir, y se sentÃa egoÃsta por anteponer su familia a su pueblo, a la par que se sentÃa egoÃsta por querer anteponer su pueblo y su orgullo antes que su familia.
– La decisión esta tomada – dijo Laconish, mientras agarraba con fuerza las manos de Luara a su espalda, tratando de confortar y dar fuerzas a su esposa.
– El grueso de sus fuerzas atacará por el este – comenzó a decir Dayon – La ruta de huida mas probable es seguir la corriente del rÃo, y tratar de ocultarse bajo sus aguas cuando pase junto a los campamentos situados a las orillas. Si os apresuráis quizás podáis estar cerca de la muralla antes de que comience el ataque.
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El viento soplaba con fuerza agitando violentamente las banderolas que ondeaban en las murallas. En uno de los puestos de guardia, faltaba una persona, pero sus compañeros estaban demasiado atareados como para preguntarse por aquella ausencia. La voz de alarma habÃa sido dada, y todo aquel capaz de alzar un arma se encontraba entre las almenas.
Al otro lado, una enorme masa de hombrea avanzaba como si de las imparables olas del mar se tratase. El entrechocar de sus armas y armaduras hacÃa temblar la tierra, y sus arengas y gritos de batalla minaban la moral de los defensores de la ciudad.
Las flechas volaban en ambas direcciones, provocando bajas entre los dos ejércitos. Las máquinas de asedio, como colosos de madera metal y piel, se acercaban lenta aunque inexorablemente, dando tiempo a que los hombres apostados en la muralla pudiesen rezar sus plegarias antes de encaminarse al combate cuerpo a cuerpo.
En la lejanÃa, flotando sobre aquella escena, Dayon contemplaba con desasosiego la inminente batalla. Pronto le llegarÃa el momento de actuar, pronto atacarÃan los kurbun.
No sentÃa ningún vinculo especial por los hombres que se encontraban bajo él, pero no podÃa evitar el sentir tristeza por el desperdicio de vidas que se estaba llevando a cabo. Pese a sentirse mas afÃn a los defensores de la ciudad, no intervendrÃa en su favor, pues consideraba injusta su participación en una refriega humana. Pero pronto se verÃa involucrado. En aquel lugar se habÃan desatado fuerzas que nunca deberÃan haber sido convocadas a aquel conflicto. Fuerzas que habÃan aparecido bajo el reclamo de su presencia.
– Esta vez será distinto – se repetÃa.
HabÃa dejado a Luara y Laconish a salvo. Le habÃan dicho que huirÃan. Los habÃa abandonado al llegar junto a la muralla. Ya habÃan pasado varias horas. En aquel momento deberÃan esta lejos de aquel lugar.
Pero no podÃa evitar el recuedo de la mirada de Luara antes de la despedida. El ruego mudo que le pedÃa al mismo tiempo que les acompañase, y que defendiese la ciudad. La mirada de alguien que sufrÃa por la decisión que se habÃa visto obligada a tomar. Una mirada que habÃa sido causada por él.
Tomó aire, y trato de calmarse, de centrar sus pensamientos. Le esperaba una batalla dura. Si realmente habÃa logrado alterar el devenir de los hechos, ya nada de lo que habÃa contemplado en el rostro de Sakuradai poseÃa validez. A partir de aquel momento era libre de las ataduras del destino, pero aquella libertad podÃa implicar una muerte prematura.
Entonces los vio. HabÃan estado allà todo aquel tiempo. Cuatro figuras negras que cubrÃan las estrellas y provocaban el estremecimiento en aquellos que las contemplaban. Al comenzar su vuelo, una densa niebla se formó hasta donde alcanzaba la vista, tal como ya viese Dayon incontables de milenios atrás.
Tal como debÃa hacer, se interpuso en el camino de las figuras. Para los ojos de Dayon, aquellos seres carecÃan de rasgos. No les habló, pues nada de lo que les dijese evitarÃa que realizasen su labor. Ellos tampoco emitieron sonido alguno, pues el habla no era una de sus capacidades. Ellos eran miedo y destrucción, muerte y dolor. Eran ajenos a toda emoción.
Con lentitud y parsimonia, como siguiendo un ritual, las cuatro figuras rodearon a Dayon. Cuando hubieron completado su oscuro movimiento, atacaron como uno solo.
Dayon logró acertar a uno de ellos, antes de detener los ataques de los otros tres, y este cayó derribado hasta golpear contra el suelo. Aquellos sobre los que aterrizó, se volvieron polvo antes siquiera de entrar en contacto con la criatura, y varios centenares mas murieron solo con su cercanÃa. Allà donde habÃa aterrizado, se creó un vacÃo en las tropas atacantes. Aquellos que quedaban en pie no contemplaban una criatura asexuada, sino que ante sus aterrorizados ojos aquel ser cobraba poder, tornándose una bestia mas alta que las murallas armada con dos espadas, una llameante, y otra de negro filo que desprendÃa fragmentos de oscuridad cuando era blandida. Sus ojos eran simas sin fondo en las que se precipitaban las almas de aquellos que osaban mirarlos, y de su espalda surgÃan dos alas membranosas cuyos aleteos derribaban las gigantescas máquinas de asedio como si estuviesen hechas de papel. Su larga cabellera negra alcanzaba hasta el suelo, y aquellos tocados por ella eran descuartizados como si les golpease un centenar de espadas de imposible filo.
La batalla se detuvo, mientras aquella criatura alzaba el vuelo de nuevo, ignorando tanto a los hombres que ya habÃan abandonado sus armas, y huÃan aterrorizados, como a aquellos que no lograban hacer que sus cuerpos les obedeciesen.
Aquellos tan valientes, o estúpidos como para seguir con la vista a la criatura que se alejaba, lograron contemplar a otras tres figuras similares, combatiendo contra la minúscula forma de un hombre.
Dayon, para quien el miedo por aquellas criaturas ya habÃa perdido su significado, continuaba luchando contra los hermanos del caÃdo. Contra él solo les quedaba el poder fÃsico crudo, ya que adoptaban la forma de la criatura a la que mas temiese su vÃctima. De cualquier modo, su poder era grande, y el hijo de Dae´on se veÃa en dificultades para contener a los tres enemigos contra los que luchaba en aquel momento.
Viendo el regreso de aquel al que habÃa derribado, ignoró a sus atacantes, y decidió rematar a aquel al que ya habÃa herido. Pese a su velocidad, uno de sus rivales logró alcanzarle en la espalda. Herido continuó su carga descendente, y con su espada por delante, la empaló en el pecho de su rival, cayendo en picado esta vez los dos. Uno de los brazos/espada del kurbun logró desgarrarle el vientre mientras caÃan, antes de morir.
El resto de sus rivales, que el seguÃan de cerca, arremetieron contra él, permitiéndole el tiempo justo para extraer su espada del cadáver del caÃdo, antes de arrojándolo a varios metros de distancia con sus golpes.
Sin dejarle tiempo a recuperarse, cargaron nuevamente a una velocidad cegadora. Durante varios minutos, lo único que pudo hacer Dayon fue defenderse, incapaz de situarse en una posición desde la que poder lanzar un ataque, pero aún asÃ, no pudo evitar todos los ataque, y decenas de cortes recorrÃan su cuerpo.
Repentinamente, uno de sus adversarios se apartó de la refriega al ser impactado por un golpe.
– No – gritó Dayon mientras, ignorando cualquier acción defensiva, se lanzaba a atacar como un poseso.
Luara estaba allÃ, como Dayon sabÃa que sucederÃa, pese a desear con toda su alma que no fuese cierto. Su rostro se veÃa sereno, a pesar de que el fuego de la ira relucÃa tras sus ojos. Aquella no era la mirada de la mujer que Dayon habÃa dejado junto a la muralla, aquella era una mirada que no habÃa contemplado en milenios, la de Luara, de los primeros nacidos entre los hombres. El viento se agitaba a su alrededor, como si fuese una proyección de su espÃritu, despejando la niebla que cubrÃa aquel lugar, y agitando con violencia sus ropas y su larga melena.
Sus otros dos atacantes se volvieron hacÃa la nueva combatiente, conocedores de que con la muerte de ella, lograrÃan causarle mas dolor a Dayon que con cualquier herida que le causasen a él.
Una flecha impactó en el rostro de uno de los kurbun. A escasos metros de allà se encontraba Laconish, colocando una nueva flecha en su arco. No habÃa prisa ni precipitación en su mirada, serena como solo podÃa serlo la suya. Con precisión apuntó, y otro proyectil partió hacia su objetivo. Aquel pedazo de madera, ajeno al vendaval desatado sobre el lugar del combate, impactó en el hombro de su objetivo, hundiéndose en él hasta desaparecer por completo. Pese a que las armas mortales no eran capaces de herir a los kurbun, aquellas vulgares flechas lograban dañarlos, ya que eran impulsadas por la fuerza de incontables brazos, por un alma forjada a lo largo de un millar de vidas. Laconish era en aquel momento un hombre completo. Recordaba quien era, habÃa sido, y serÃa, y aquello hacÃa de él la suma de todos ellos.
Dayon ya habÃa presenciado aquella escena, y sabÃa como finalizarÃa. Ignorando el dolor trató de interponerse entre Luara y sus oponentes, pero fue frenado por uno de ellos. En su semblante sin rostro le pareció contemplar un gesto de burla del destino, una cruel mueca que le recordaba lo que nuevamente perderÃa en aquel dÃa. Mientras se enzarzaba en combate con él, no podÃa evitar rememorar el combate que estaba teniendo lugar a su alrededor.
VeÃa como Laconish abandonaba su arco, cuando su adversario llegaba hasta él, y como desenfundando su daga larga, esquivaba sus ataques. Sus pies parecÃan no pisar el suelo, y sus movimientos parecÃan una danza alrededor de su rival, girando constantemente para situarse a su espalda y asestarle pequeños cortes que apenas lo ralentizaban.
Luara combatÃa fieramente, intercambiando estocadas con su enemigo. Con cada golpe detenido, su espada se mellaba y agrietaba. Ella era consciente de ello, y trataba de evitarlos, pero la velocidad de su contrincante le obligaba a interponer su arma como defensa. En dos ocasiones logró acertar sendos golpes que alejaron a la criatura, pero pronto se quedarÃa sin arma e indefensa.
En un intento desesperado, se abalanzó contra él, evitando sus ataques, hundiendo la hoja de su espada hasta la empuñadura. La criatura, pese a encontrarse mortalmente herida, se giró haciendo que la hoja se partiese, dejando a Luara tan solo con la empuñadura.
– Huye – gritó Dayon desesperado.
Pero no quedaba tiempo, ambos estaban demasiado cerca como para que Luara pudiese evitar los últimos ataques del kurbun. Mirando a su rostro vacÃo, arrojó la empuñadura que sujetaba y se dispuso a continuar aquella lucha ya perdida.
Laconish, trató de evadirse de su adversario, pero este aún era lo suficientemente rápido como para interponerse en su camino. Dayon, al que sus heridas lo hacÃan tambalearse, nada podÃa hacer. Lo único que les quedaba era contemplar como ella morÃa combatiendo.
En aquel momento, una luz surgió del vientre de Luara. Un aura que se extendió por todo su cuerpo hasta cubrirla por completo. Con las manos desnudas, agarró los brazos de su atacante, y lo obligó a arrodillarse.
Aquel aura luminosa parecÃa dañar al kurbun, que se veÃa indefenso ante Luara. Poco a poco, la luz fue extendiéndose a lo largo de todo el cuerpo de la criatura, hasta que no quedó nada de ella.
Los dos kurbun restantes, al ver aquello, se alejaron del combate. Continuar luchando era ya algo futil. Eran inmortales, con el tiempo llegarÃa el momento de finalizar lo que habÃan comenzado aquel dÃa.
Dayon cayó de rodillas, apoyándose sobre su espada mientras tosÃa sangre. Sus heridas eran mortales.
Sus “padres†lo recostaron en el suelo con preocupación y dolor en sus rostros. SabÃan que solo le quedaban minutos de vida. Sus lágrimas mojaban el rostro de Dayon, que los contemplaba en silencio, buscando palabras que pudiesen reconfortarlos. MorÃa, pero lo hacÃa feliz al contemplar el resurgir de aquellos a los que creÃa condenados para siempre.
Una nueva figura se materializó a través de la niebla. Los tres lo conocÃan, era Huatûr, “el contempladorâ€.
– Finalmente lo has logrado – dijo, con fingida frialdad, tratando de ocultar el dolor que le causaba ver a su antiguo amigo tendido en su ultimo lecho.
– Si – respondió Dayon.
– Nunca te desee mal alguno, Dayon, hijo de Dae´on. Nunca desee tu muerte.
– Mirala – dijo Dayon con una sonrisa iluminando su rostro – A venido a llevarme con ella. ¿No es hermosa?.
Ante sus moribundos ojos, se habÃa aparecido la figura de Daegon. En su rostro no habÃa odio o rencor, sino perdón y serenidad.
– ¿Como no verla? – mintió con voz temblorosa, mientras las lágrimas comenzaba a brotar lentamente Huatûr, para quien nada escapaba a su visión – Siempre fue hermosa la mas hermosa de todas.
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¡Impresionante…!
Ya te dije que me gustó mucho. ¡¡¡La puntuación!!!