Reflejos y cambios
Ella no era nada. Aquella criatura tenÃa tanto valor para él como un guijarro, una gota de agua o la hoja de un árbol. Sólo era algo vivo, un instante efÃmero que desaparecerÃa tras su paso, al igual que todo aquello que le rodeaba.
Destruir no era su elección. CarecÃa por completo de ambiciones, deseos u objetivos. No odiaba la vida que quitaba, no obtenÃa ningún placer al hacerlo, no se cuestionaba la moralidad de sus actos.
El era Shaedon, el primer nacido de entre los vástagos de Baal.
El era Shaedon, un medio para El fin.
El era Shaedon; El era la destrucción.
A su alrededor, los hombres morÃan azuzados por sus más profundos miedos. Para unos era una plaga de insectos que les devoraba desde el interior, para otros un avatar de sus dioses que les arrancarÃa el alma para transportarla hasta las más profundas simas de los pozos de los pecadores. Unos lo percibÃan y sentÃan como un viento que deshacÃa sus cuerpos en ceniza y los arrastraba junto al polvo y la arena, otros como una tormenta cuyas gotas perforaban sus cuerpos. Todos lo veÃan de una manera distinta, todos sentÃan su autentica esencia. El era aquello y mucho más. El y sus hermanos eran el fin de la existencia. Los asesinos de la esperanza. Los kurbun.
Pero ella se alzaba ante él impasible. No habÃa orgullo en su mirada, no habÃa ostentación en su pose, no habÃa odio en su alma. Ella se alzaba ante él sin que el miedo o la ira que sentÃa guiaran sus actos. Ella lucharÃa por proteger aquellos a los que amaba. No era su deseo acabar con sus enemigos, aunque si aquel era el único camino, ella lo tomarÃa.
Ante ella Shaedon se aparecÃa como un enemigo formidable, pero humano. Sólo aquellos que luchaban por preservar la vida podÃan albergar esperanzas de derrotar a los kurbun.
Pero el universo no es justo. No existe ley alguna que garantice la victoria a aquellos que más tienen que perder. A aquellos dignos de ella. Ningún poder otorga la posibilidad de una contienda en igualdad, una minúscula esperanza de victoria, a aquellos capaces de arriesgarlo todo por los demás sin esperar nada a cambio. Lo único que tienen asegurado aquellos que portan la valentÃa como única arma es la posibilidad de perder su propia vida. El valor y la determinación no son fuerza o capacidad suficientes para combatir a los kurbun.
Y en aquel lugar murió Niam, esposa de Kenrath. Murió ante la mirada impotente de su hija Ashali, quien no tardarÃa en seguir su camino. Murió al igual que aquellos que la rodeaban. Todos salvo uno.
Tras acabar con ellos los kurbun partieron hacia nuevos lugares en los que esparcir su legado, pero Shaedon no se fue. Se elevó hacia los cielos y allà permaneció imperturbable ante las huellas imborrables de su paso, y esperó. Su obra en aquel lugar sólo acababa de comenzar, pronto llegarÃa aquel que la continuarÃa.
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Kenrath azuzó a su caballo con violencia.
Más deprisa, más deprisa. Las piedras del camino se iban quedando atrás a gran velocidad y la pobre bestia agonizaba exhausta tratando de complacer a su amo, pero aquella era una tarea imposible. Su familia habÃa muerto, se negaba a aceptarlo, pero lo sabÃa. Por muy rápido que fuese la bestia, por mucho que no quisiese asumirlo, ya habÃan muerto. El no habÃa estado ahà para protegerlos.
¿Cuanto tiempo llevaba luchando? ¿Cuanta destrucción habÃan provocado sus manos? ¿Cuantos valles habÃan sido regados por la sangre y la vida de los suyos? Los últimos siglos de su existencia habÃan sido un combate continuo. Llevaba tanto tiempo sin conocer la paz. Tanto tiempo contemplando la muerte de hermanos, hijos y nietos que, en multitud de ocasiones, se preguntaba si quedaba algo por lo que continuar luchando.
HabÃa contemplado tanta muerte, tanta destrucción, tanta desolación, que su alma habÃa tenido que endurecerse tanto que habÃa llegado a dudar de su propia humanidad.
Pero ella siempre habÃa estado ahà para recordarle lo afortunado que era. Para recogerle en sus momentos de duda. El simple recuerdo de su sonrisa siempre le habÃa dado fuerzas para continuar.
Sus ojos.
Aquellos ojos en los que se habÃa visto reflejado tantas veces, jamás volverÃan a mirarle. Jamás volverÃan a mostrarle toda la alegrÃa, todo el amor que habÃa visto en ellos. Jamás volverÃan a llenarle de vida.
¿Donde encontrarÃa apoyo y consuelo a partir de aquel momento?
¿Que razones le quedaban para luchar, para vivir?
Llegó a la ciudad. Una ciudad distinta a la que recordaba. Una ciudad gris y muerta.
Buscó alguno de los rostros familiares que antes habÃan llenado sus calles pero solo encontró destrucción, silencio y avenidas desiertas. Las fuentes se habÃan secado, los troncos muertos de los árboles se habÃan retorcido como tratando de huir de la tierra en la que estaban anclados, los edificios habÃan perdido su color. Pero incluso viendo aquella escena, tan similar a otras tantas que habÃa contemplado con anterioridad, se negaba a aceptar la verdad.
– ¡Quien anda ahÃ! – La voz de Irdant lo sacó de su trance. No sabÃa cuanto tiempo habÃa permanecido allà inmóvil.
No habÃa pasado tanto tiempo desde la última vez que lo habÃa visto, pero parecÃa mucho más viejo que entonces. Más viejo, más cansado y más pequeño. Caminaba apoyado en un bastón, y su andar era errático.
Kenrath descabalgó y camino hacia su amigo. De repente se sentÃa cansado. Su armadura le pesaba como no lo habÃa hecho nunca. El peso de la aceptación le asaltó como un enemigo al acecho. Comenzó a mover los labios pero se arrepintió y no dijo nada. Aún se negaba a hacer la pregunta cuya respuesta sabÃa que terminarÃa de destrozarle.
Con paso cauteloso se acercó a su amigo y, sólo cuando estuvo junto a él, fue capaz de ver la gravedad de su estado.
– ¿Qué te ha sucedido? – se sintió estúpido haciendo aquella pregunta. ¿Cuántas veces habÃa visto a otros en aquel mismo estado?
– ¡Kenrath! ¿Eres tú? Lo… lo vi todo – Irdant tartamudeaba, el dolor y la desesperación asomaban tanto en su voz como en sus gestos – Traté de cerrar los ojos, pero no pude. Traté de luchar, pero mi cuerpo no me obedecÃa. Traté de huir, pero mis piernas se negaron a moverse. Sólo pude esperar a que la muerte llegase a mà pero, para mi eterno tormento, esta nunca llegó. Lo… lo vi todo y esa visión me perseguÃa en todo momento. Asà que me arranqué los ojos pero las imágenes aun me atormentan.
¿Por qué no me mataron?
Kenrath no respondió. ¿Cómo decirle que, de alguna manera, sabÃan que él causarÃa más daño en aquel estado que muerto? Que, si él no lo mataba, serÃa el causante de más destrucción.
– ¿Dónde están? – Logró decir finalmente Kenrath pese a conocer ya la respuesta.
– En las tierras mortuorias – un escalofrÃo recorrió la espalda de Irdant – Junto a todos los demás – El cuerpo del ahora anciano se estremeció mientras su voz terminaba de quebrarse. Se habrÃa echado a llorar, caso de que en las cuencas vacÃas de sus ojos hubiesen quedado lágrimas que verter. Comenzó a tambalearse y sus piernas terminaron por fallarle.
Kenrath se apresuro a recogerlo. Mientras utilizaba su hombro como apoyo, una de sus manos extrajo la daga de su funda.
– Adiós – dijo mientras le quitaba la vida de la manera más rápida y piadosa de la que fue capaz – Que allà a donde vayas encuentres la paz que se te ha negado en este mundo.
Estaba agotado. Demasiado cansado como para buscar o pensar en otra manera de luchar contra los designios de los kurbun. Demasiado cansado como para mirar el rostro de su amigo una ultima vez antes de acabar con su vida. Demasiado cansado para soportar la verdad. Demasiado cansado para pensar en lo que se habÃa convertido su vida.
Sin mirar el cuerpo que se sustentaba contra él, lo tomó en brazos y retomó su camino. Su consciencia se habÃa refugiado en lo más profundo de su ser y su cuerpo se movÃa impulsado únicamente por la inercia. Caminó durante horas atravesando las ruinas de lo que llamase su hogar, ajeno a todo lo que le rodeaba. Su mirada ida no se desvió en ningún momento del trayecto.
Las columnas de humo comenzaron a hacerse visibles mucho antes de llegar a las tierras mortuorias. Una hilera continua de hombres totalmente cubiertos de negro envolvÃan en mantas y transportaban los cuerpos esparcidos por el suelo hasta el lugar que serÃa su último reposo. Algunos de ellos trataron de hablarle pero él continuó con su camino ignorándolos.
A cada paso que daba su cuerpo se iba cubriendo por el hollÃn que lo envolvÃa todo. Respirar en aquel lugar era una tarea difÃcil, pero Kenrath parecÃa ajeno también a aquello. Nada parecÃa ser capaz de afectarle o alterar su trayecto.
Finalmente atravesó los arcos que formaban los brazos de los monumentos erigidos a sus hermanos caÃdos. Bajo aquellas figuras se movÃan los hombres embozados cuyos caminos se dividÃan hacia los distintos fuegos. Junto cada una de las hogueras se encontraban apilados los cuerpos cubiertos de los difuntos, esperando a que un hombre santo les diese el último adiós antes de ser arrojados a las llamas.
Uno de los hombres embozados se interpuso en el camino errático de Kenrath tratando de librarle del peso de su amigo, pero él se negó a entregárselo o a frenar su paso, ignorando a aquel hombre continuó caminando. ParecÃa no ser consciente de su existencia al igual que parecÃa no serlo de nada de lo que le rodeaba. Su destino estaba ya cerca, pese a su estado de trance sentÃa aquella llamada a un nivel que ni podÃa ni pretendÃa comprender.
Una vez en el lugar, depositó el cuerpo de Irdant en el suelo con delicadeza y comenzó a apartar con violencia los cuerpos sin vida que se encontraban apilados frente a él. Escarbó en aquel montÃculo de carne ignorando las palabras y deshaciéndose de los brazos de los hombres que trababan de detenerle, hasta que finalmente halló el motivo de su búsqueda.
Estaban cubiertos por completo, al igual que todos los que les rodeaban. Las sabanas, blancas en su origen, se encontraban teñidas por el barro, el hollÃn y la sangre. Era imposible diferenciar unos de los otros, pero él lo sabÃa. Aquellos eran los cuerpos de su familia. Sólo una vez que los extrajo de los restos que los aprisionaban y los liberó de los harapos que cubrÃan sus cuerpos pareció tranquilizarse. Los abrazó contra su pecho y permaneció allà inmóvil sin decir o hacer nada más que acunarlos y emitir un leve sollozo.
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– Kenrath – Úngor apoyó la mano sobre su hombro y dio un leve apretón – No debes hundirte.
Aquel hombre roto no se parecÃa en nada a quien habÃa combatido junto a él en tantas batallas. Al hombre que le habÃa enseñado todo lo que sabÃa, que le habÃa tratado como un padre, un hermano y un amigo. Al hombre que desde un principio le dijese que no podÃan salvar a todo el mundo.
Sus hombres y él habÃan abandonado sus quehaceres cuando llegó hasta ellos la fatÃdica noticia. No habÃa muerto una mujer cualquiera. Aquel dÃa todos habÃan perdido algo más que una amiga, habÃan perdido a una madre.
– Kenrath – Úngor trató de llegar hasta él una vez más – Ahora te necesitamos más que nunca.
– Me necesitáis
El cuerpo de Kenrath se vio sacudido por un pequeño temblor. En aquel momento algo se rompió en su interior y el dolor dio paso a una rabia como jamás habÃa conocido ninguno de aquellos hombres.
– ¿Me necesitáis? – Gritó – ¿Y dónde estabais cuando mi familia os necesitaba? – Soltó los cuerpos que sujetaba y se alzó – ¿Dónde estabais mientras morÃan? – La cordura habÃa desaparecido de su mirada. En aquel momento su rostro desencajado era una máscara capaz sólo de mostrar dolor, ira y locura – ¿DÓNDE? – Gritó de nuevo, mientras alzaba a Úngor sujetándolo del cuello con una mano – ¡¡¡¿DÓNDE?!!! – Volvió a gritar mientras se giraba hacia los demás hombres soltando el cuerpo, ya sin vida, de su amigo.
El silencio y la tensión se apoderaron del lugar. Lo único que se podÃa escuchar era el crepitar de las llamas. Nadie se movÃa ni decÃa nada. El los cielos, más allá del humo y las cenizas de las hogueras, se materializó la silueta de Shaedon.
Los hombres de Úngor echaron las manos a sus armas mientras la mirada de Kenrath les escrutaba a todos emitiendo un único veredicto: Culpables. Todos eran culpables. Todos debÃan ser castigados por su fracaso. Por permitir la muerte de su familia.
El pueblo al que llamase suyo, a quienes habÃa entregado su vida, le habÃa fallado. Todas aquellas vidas que habÃa salvado con anterioridad se habÃan mostrado indignas de los sacrificios que habÃa llevado a cabo por ellos. DebÃan pagar.
En su interior, una voz trataba de hacerse escuchar, una voz que le decÃa “Tú también eres culpable. Tú tampoco estuviste aquÃ. Tú estabas con ellos. Tú también debes pagar†Pero la rabia hundió aquella voz hasta donde no pudiese ser escuchada. Estaba cansado de ser fuerte, cansado de luchar, cansado de hacer siempre lo que los demás esperaban de él.
Dairghul, su fiel lanza, se materializó junto a la mano de Kenrath mientras el cuerpo de Úngor terminaba de desplomarse. Tras cerrar su puño alrededor de ella, comenzó a avanzar.
El cielo se tiñó de un negro absoluto mientras los hermanos de Shaedon acudÃan a la llamada de la destrucción que se avecinaba. Con el primer golpe de Kenrath los kurbun descendieron sobre todo aquello que tuviese vida.
Ante los ojos de Kenrath ya no habÃa hombres, sólo habÃa cuerpos que caÃan atravesados por su lanza. Ya no habÃa necesidad de razonar. No habÃa necesidad de buscar excusas. Abandonó las tierras mortuorias y se dirigió hacia la ciudad acabando con la vida de todo el que se cruzaba en su camino.
A su alrededor los kurbun celebraban un festÃn, pero aquello ya no le importaba. Fue entonces cuando lo vio. Suspendido en el cielo, entre las alas que cubrÃan el manto de estrellas contempló la figura de Shaedon y lo supo. Los restos de Niam y Ashali regresaron a su ojo interno. Ya no recordaba haber desenterrado los cuerpos, no recordaba haber abandonado las tierras mortuorias, no recordaba haber asesinado a sus amigos. En el cielo estaba el causante de su dolor.
– ¡SHAEDON! – Gritó.
– ¡SHAEDON!
Su mano se cerró alrededor de Dairghul como nunca antes lo habÃan hecho, mientras sus músculos se tensaban más allá de lo posible. Concentrando todo su odio arrojó la lanza contra su enemigo. Veloz, la poderosa Dairghul surcó el negro firmamento hasta impactar en su objetivo. Tal era el impulso que le habÃa sido otorgado que, una vez incrustada, arrastró a Shaedon mas allá del las nubes grises y rojas. Más allá de Daegon. Hasta que ambos fueron a estrellarse en la blanca faz de Sutela.
En aquel momento, desafiando y venciendo a todo lo que es posible, sus piernas se tensaron y saltó. Veloz como momentos antes habÃa sido su arma, atravesó las filas de los kurbun. En aquel momento ya no era un hombre, ya no era Kenrath. Se habÃa convertido en aquello contra lo que siempre habÃa combatido. En lo que le habÃa arrebatado a su familia. En una fuerza imparable de destrucción.
Dairghul regresó a el mientras continuaba su ascensión y juntos finalizaron su trayecto. Sobre la superficie de Sutela se encontraba su rival esperándole inmóvil e impávido.
Aquel era un combate que no podÃa ganar, pero se lanzó a él sin vacilar. Sus acciones estaban guiadas por la rabia y el dolor. Por el ansia de venganza y la locura. Por aquello que fortalecÃa a su rival.
Antaño habrÃa tenido alguna posibilidad. Antaño, cuando la protección y seguridad de los suyos eran su motor. Pero Niam y Ashali habÃan muerto. Ya no le quedaba nada que proteger. Nada por lo que luchar. Nada por lo que vivir.
La búsqueda de la muerte habÃa pasado a ser la razón de su existencia. La destrucción de aquellos que le recordaban lo que habÃa perdido, la aniquilación de aquel que se lo habÃa quitado todo. HabÃa tomado un camino que ya no se veÃa capaz de abandonar.
A cada golpe que asestaba a su rival, este se hacÃa más fuerte. A cada segundo que pasaba su desesperación era mayor.
La voz de su interior le decÃa que ya jamás podrÃa dejar de matar. Que el dolor y los remordimientos jamás le abandonarÃan. Que jamás serÃa capaz de vivir con lo que acababa de hacer. Su vida serÃa una continua huida de la cordura.
Shaedon contemplaba a su nuevo hijo, a su nuevo hermano, a su igual. Su papel en aquel lugar ya habÃa terminado, ya nada le quedaba por hacer en aquel lugar.
Pero algo le retenÃa aún ahÃ. Algo que jamás le habÃa sucedido con anterioridad. Aquel hombre habÃa despertado algo en su interior. El dolor que exudaba aquel hombre era distinto a todos los que habÃa causado antes. Sólo en aquel momento fue capaz de percibir que era lo que le atenazaba; la súplica silenciosa que Kenrath le hacÃa tras cada uno de sus golpes.
– Mátame – le decÃa sin palabras – Acaba con mi sufrimiento, pon fin a mi dolor. Mátame antes de que sesgue otra vida más, mátame antes de que haga que otro hombre se sienta como yo.
Aquello le sacudió como no lo habÃa hecho arma alguna. El sufrimiento de sus victimas siempre habÃa sido su sustento. CarecÃa de sentidos que le permitiesen diferenciar unos de otros, pero aquel se le mostraba distinto. Su dolor era tan abrasador que habÃa logrado penetrar en Shaedon, haciendo nacer en él algo de lo que siempre habÃa carecido.
El dolor trajo consigo la consciencia del mismo y esta consciencia le otorgó lo que nunca habÃa poseÃdo: la duda.
¿Qué es el dolor?
La duda a su vez le otorgó otra nueva maldición, la de la elección.
¿Qué hacer ante el dolor?
Finalmente el puzzle que era su nuevo estado se completó con la última de sus maldiciones, la de la comprensión.
¿Por qué?
Ante Shaedon se encontraba una criatura que, como él, sufrÃa. En sus manos estaba la posibilidad de librar a aquel ser del dolor, algo que iba en contra de todo lo que los kurbun representaban. Pero habÃa algo más. Aquella elección que debÃa tomar exigÃa una motivación. Las preguntas que surgÃan en su recién nacida mente se le hacÃan abrumadoras.
¿DejarÃa vivir a Kenrath con su dolor como le pedÃa todo su ser, o acabarÃa con él?
¿Qué hacer?
¿Por qué hacerlo?
Todo aquello le superaba. No estaba preparado para luchar aquella batalla. No contra las emociones. No contra la elección. Tan sólo querÃa que aquello acabase.
La percepción del transcurrir del tiempo le golpeó en aquel momento.
¿Cuánto?
¿Cuánto tiempo más serÃa capaz de soportar aquello?
¿Qué hacer?
¿Por qué hacerlo?
Poco a poco las emociones de Kenrath se iban apoderando de él. Al dolor le siguió el odio, al odio la rabia, a la rabia la ira.
¿Qué hacer?
¿Por qué hacerlo?
Miró a Kenrath. Miro a aquel hombre destrozado y, contemplándolo, una nueva emoción nació en su interior. No era algo heredado de su victima, no se trataba de algo proveniente del exterior. Aquella era la primera emoción que era sólo suya. La compasión.
¿Qué hacer?
¿Por qué hacerlo?
Shaedon tomó su elección y acabó con la vida de Kenrath.
No fue con la intención de librarse de su propio dolor, no fue para su beneficio. Le dio a Kenrath lo que éste le estaba pidiendo. Lo que necesitaba. El descanso.
Su dolor no desapareció y, según se iban desarrollando sus emociones la comprensión y aceptación se hicieron sencillas.
¿Qué hacer?
¿Por qué hacerlo?
¿PondrÃa fin a su existencia para acabar con el dolor?
¿Qué hacer?
No.
¿Por qué hacerlo?
El nuevo Shaedon contempló por primera vez el universo que le rodeaba. Le quedaba mucho por hacer, mucho por comprender, mucho por experimentar.
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