Sleipnir I
La batalla estaba perdida. Asà lo habÃan tejido Las Nornas en el tapiz del tiempo.
El Ragnarok habÃa llegado. Aquel dÃa los dioses perecerÃan.
Sabedor de esto, Odin ordenó su montura, el veloz Sleipnir, que remolcase el bajel antes de perecer entre las fauces de Fenris. Con éste, su último acto, El Padre de Todos burlarÃa al cruel hado, liberando a los hombres del aciago destino esperaba a los Aesir.
Naglfar saldrÃa en pos del último navÃo. En su vientre, las rugientes hordas de Hel se agitaban deseosas de reunir a los vivos con su tenebrosa señora.
Más Thor a ésto dirÃa ¡NO!
Blandiendo el poderoso Mjolnir golpearÃa una vez más a La Serpiente de Midgard. Mortalmente herida, Jormungand liberarÃa junto con su último aliento su letal veneno sobre el tronador, mientras su cuerpo se enroscaba alrededor de Yggdrasail, asfixiándolo acabar con toda vida que pudiese surgir de él.
Impulsado tan solo por voluntad indómita, el señor del trueno darÃa un paso e invocarÃa a sus sirvientes. A los vientos ordenarÃa al trueno que otorgasen fuerza a los brazos de los remeros y avivase los fuegos que ardÃan en la cubierta del último navÃo.
Tras dar un paso más, convocarÃa a los vientos para que impulsasen sus velas.
Una vez hecho esto, alzó su voz ordenando los cielos que descargasen toda su furia sobre Naglfar.
Impotente ante las fuerzas allà desatadas, el galeón de los condenados serÃa destruido y tanto las uñas de los muertos que lo componÃan, como los huesos de los guerreros de Hel que en él viajaban se convertirÃan en polvo que se precipitarÃa sobre sobre el campo de batalla.
Mientras veÃa alejarse al navÃo, Thor dio unos pocos pasos más y soltó una carcajada triunfal antes de que su cuerpo se desplomase sin vida sobre el cadáver de su asesina.
Mas Surtur no se darÃa por vencido y, con su espada flamÃgera, convocarÃa a sus hijas. El fuego vital lucharÃa por abrirse paso fuera del cuerpo de los remeros y acudir a la llamada de su amo. El mundo se volvió un lugar gélido mientras el señor de la llama hacÃa acopio de su hueste. Toda criatura, viva o no, serÃa desprovista de calor mientras el gigante de fuego preparaba su ataque final.
Viendo a aquellos cuya custodia le habÃa sido encomendada cercanos a la muerte, Sleipnir asió con su hocico los correajes con los que remolcaba la nave y de un poderoso tirón lo arrojó lejos del alcance del ardiente demonio. Tras hacer esto, se arrojó a sà mismo a las hogueras para que estas continuasen ardiendo, llenando de fuerza y vida los cuerpos de los valientes vikingos.
– ¿Por eso nuestro mundo se llama Sleipnir? – Hotar habÃa comenzado a preocuparse hacÃa un buen rato ante la falta de respuesta y atención de los niños.
– Asà es, Morten. Hay quien asegura que su cuerpo es el que sigue alimentando los motores de esta nave.
– ¡¿Y por qué no lo sacan de ahÃ?! – la expresión de terror en el rostro de Greta le corroboró, demasiado tarde, que con aquella respuesta se le habÃa ido la mano.
– En cambio otros dicen que, cuando ya estaban lejos de Surtur y el Ragnarok, los vikingos curaron a Sleipnir y que éste cabalga por el espacio protegiendo a la nave que lleva su nombre – Salvado por la campana. Hotar dio gracias a los dioses por los reflejos de Gunter – También he oÃdo que en algún sector de la cubierta Tyr se suele realizar un festival en su honor anualmente.
Los niños parecieron más tranquilos después de aquella “explicaciónâ€, aunque profesor y ayudante tuvieron que ingeniárselas para responder a alguna pregunta incómoda más antes de que acabase la clase.
– Has tenido ideas extravagantes con anterioridad – el tono de Gunter oscilaba entre el reproche y la diversión – Pero vincular el origen de nuestro “bajel†al Ragnarok ha sido algo… no se si sublime o enfermizo.
– Sólo era un cuento para niños, tampoco pretendÃa dar una clase de historia. ¿Qué quieres que te diga? Me parece más… más… no se…
– ¿Romántico?
– SÃ. Romántico, esa era la palabra. Otra opción es poético, si lo prefieres. Me parece menos deprimente contarles esto… que la verdad.
– Una verdad que acabarán sabiendo, y que tú mismo les contarás dento de unos años.
– ¿Quién sabe donde estaremos dentro de unos años?
– ¿Qué quieres que te diga? No se me hace difÃcil el tratar de adivinarlo.
– Es igual. Hoy es hoy. Mañana ya veré si les digo: Veréis, niños. Hace cosa de quinientos años, una serie de señores, que decÃan ser muy listos, pensaron que iba a haber una guerra muy grande en la vieja tierra, y decidieron crear unas naves mastodónticas y largarse al espacio a buscar un planeta en el que vivir antes de que el suyo se fuese al garete.
– Lo que me impresiona es que hayas podido decir todo eso sin detenerte para respirar.
– Dame cinco segundos para recuperar el aliento.
– Cinco, cuatro, tres…
– Vete a la mierda.
– … uno, cero. Se acabo tu respiro.
– No vas a conseguir que me retracte. Me parece mucho más fácil explicar todo esto a los niños desde una perspectiva mitológica-clásica, que desde la triste realidad.
– Cierto, es mucho mejor una batalla épica mientras el universo es destruido, con bien de sangre y muertos por doquier, que un relato sobre la estupidez humana.
– La estupidez humana la ven aquà cada dÃa. Ese tipo de cosas ya no les afectan. Además, si lo miras desde un punto de vista metafórico, el ocaso de los dioses y la razón por la que fue creada esta nave, tampoco son tan distintas.
– Cierto de nuevo. No dejo de ver en la documentación que tenemos sobre la tierra como se unieron los gigantes, los muertos y toda esa gente tan peculiar para matar a los dioses porque… eso, porque asà estaba escrito que asà serÃa.
– Ahora no te hagas el petulante conmigo. Ya sabes de qué estoy hablando.
– ¿Del fin del mundo?
– Bueno, tal y como lo conocemos, sÃ.
– Nunca conocimos ese mundo.
– Nunca nos dieron esa oportunidad.
– Ahora es cuando me dices que echas de menos la vieja tierra.
– No digas estupideces. Tú y yo somos de la decimoquinta generación. Ni siquiera nuestros abuelos, tatarabuelos o cualquiera que hayamos podido conocer jamás, llegaron a conocer, aunque sea de oÃdas, a nadie que haya visto o pisado la vieja tierra. Hay momentos en los que incluso tengo mis dudas sobre la existencia de nada parecido.
– Efectivamente. Tú te empeñas en llamar a la Sleipnir nave generacional, que es como has leÃdo que la llaman en los documentos históricos, pero este es nuestro hogar. El único que hemos conocido y que conoceremos.
– Lo sé, lo sé.
– Tú háblale a cualquiera de La Tierra, y te mirarán igual que cuando les das la paliza con martillos mágicos, caballos de ocho patas o dioses tuertos. Te tratarán como… bueno, ya sabes, como te suelen esquivar de normal cuando empiezas a desvariar.
– Si son unos brutos y unos bárbaros no es culpa mÃa. Es más, hago lo que puedo para ilustrarlos, y asà me tratan.
– Que no, hombre, que no. Una nave es lo que usan los de aprovisionamiento para bajar a los planetas. El suelo sobre el caminamos no es el de una nave; es el de nuestro mundo.
– Que sÃ, pelma. Pensaba que el de los discursos interminables era yo.
– Son muchos años esperando el momento de resarcirme. Y aún no he acabado. Ahora dime tú que es lo que harÃas si te dejan suelto en una de esas masas esféricas que vemos flotando por el espacio.
– Supongo que morirme de hambre (si no me devora algún bicho antes, o se me pega cualquier enfermedad exótica)
– Ahora eres tú el que está esquivando el tema. No digo que no pasase todo lo que dices, pero evitas la pregunta verdadera. Sabes que lo primera serÃa el pánico. Dile ahora a cualquiera, al primero que te encuentres en una de las cubiertas, que damos marcha atrás, que Sleipnir se dirige de nuevo a la tierra. Que hemos recuperado las coordenadas de orinen. Que las consecuencias de cualquier catástrofe que se causase allà ya habrá pasado y seguro que ya es habitable de nuevo.
– Veamos… déjame que piense…
– No hace falta. En el remoto caso de que supiese de qué le estas hablando con eso de “La Tierraâ€, “Midgardâ€, o como quieras llamarlo. En el remoto caso de que te creyese y comprendiese las implicaciones que eso conllevarÃa ¿Cómo crees que reaccionarÃa? Pues te lo voy a decir: Se cagarÃa de miedo.
– PermÃteme que lo dude.
– Duda todo lo que quieres, pero los estudios son los estudios. ¿Quieres una estadÃstica curiosa?
– Supongo que no voy a poder evitar que me lo sueltes.
– Cerca del treinta y seis por ciento de los habitantes de Sleipnir son agorafóbicos.
– Y luego me acusas de leer estudios extraños. A ver si te buscas una vida propia.
– Es una respuesta natural. Somos casi once millones de personas, viviendo en un espacio de treinta por cuatro por seis kilómetros. Venga, otra estadÃstica ¿Cuántas simulaciones de realidad virtual, no-de-evasión, emulan la vida diaria en un entorno distinto al de Sleipnir? No hace falta que pienses: Un dos por ciento. ¿Has leÃdo algo de Sigmund Sorensen?
– Estás embalado. Claro que he oÃdo hablar de él ¿Por quién me tomas? Fue uno de los diseñadores de Sleipnir
– Vale, sólo te ponÃa a prueba. ¿Has leÃdo alguna de sus notas?
– Hasta ahà no he llegado. Uno tiene sus lÃmites.
– SÃ, eres conocido sobretodo por tus lÃmites, pero bueno…
– No te cortes, haz como si no estuviera aquÃ.
– Dejaré eso para otro dÃa. Si vas siguiendo sus apuntes de manera cronológica, es increible comprobar como el hombre iba perdiendo (más bien, abandonando) la perspectiva del proyecto en el que se habÃa embarcado. Sleipnir era algo tan grande que sobrepasaba a todos los implicados. No habÃa tiempo para pruebas. No habÃa tecnologÃa para lo que querÃan hacer. El tiempo se acababa e iban a mandar a millones de personas al espacio, a un viaje que sabÃan que no verÃan acabar, sin la seguridad de que aquello fuese a aguantar demasiado tiempo entero.
– Que tipo tan optimista.
– En una de sus notas dice que la tecnologÃa tan experimental, que dudaba siquiera de que lograse comenzar su viaje. ¿Sabes por qué llamaron asà a la nave? ¿Por qué en lugar de “cubierta doce†o cosas similares, las llamaron “Freyâ€, “Bifrost†o “Balderâ€?
– Sorpréndeme.
– Porque decÃan que harÃa falta un milagro para que aquello funcionase. Empezó como una broma pero, poco a poco, necesitaban quitarse presión de encima. Confiar en alguna “fuerza superior†que guiase su mano. Como no confiaban en que el dios luterano les concediese su bendición, optaron por encomendarse a los dioses antiguos.
– Debes estar de broma.
– Lee los documentos tú mismo. SÃ, todo empezó medio en broma. De no tomarse aquello con algo de sentido del humor, se habrÃan vuelto locos por la presión que implicaba aquel (este) proyecto. Pero según pasaban los meses, y empezaban a llegar noticias de misiles disparados, satélites apuntando a lugares estratégicos y silos activos, el tiempo para las bromas se acababa.
– Asà que vivimos en un mundo que es el resultado de una broma que salió bien de milagro.
– Asà es.
– Entonces tampoco iba muy desencaminado con la historia que les he contado a los niños.
– Eso, ahora tú échate flores.
– Después de como te has desfogado conmigo, creo que me lo he ganado.
– Vale, te lo concedo. De todas formas la cosa podrÃa haber sido peor.
– Me da miedo preguntar.
– PodrÃamos vivir en una bola de barro fabricada por un solo tipo en seis dÃas.
– ¿No eran siete?
– No. El séptimo dÃa el tÃo decidió descansar y dejar que las cosas se hiciesen solas.
– Yo dirÃa que tampoco nos ha ido tan mal.
– Lo cierto es que aquà seguimos.
– A saber cuando más duraremos.
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